Los soldados valerosos, y 2

08-12-2010.
Casi dos meses anduvimos ejercitándonos en las islas desiertas del archipiélago y en las costas occidentales. Pero no siempre nos permitían desembarcar en las habitadas por creernos invasores. En la pequeña isla de Cefías, que Codo creía despoblada, los pastores que pastaban con sus rebaños en las laderas de las colinas, al divisar las naves y vernos maniobrar para el desembarco, incendiaron los bosques para hacernos huir.

Tuvimos que permanecer en los navíos durante tres días, pues los vientos soplaban hacia el mar y no podíamos acercarnos a la playa a causa del sofoco y las llamaradas. Al cuarto día, el fuego fue cediendo. Bajó Codo con un grupo de guerreros a parlamentar con algunos de los pastores. La isla estaba calcinada. No encontró ser viviente. Los pastores habían muerto, sacrificando sus rebaños y sus vidas, y el aire olía a carne achicharrada y a árboles carbonizados.
Me di cuenta, entonces, de que aquella era otra manera de entender la libertad.
Tu no sabes, amigo Cirno, qué largas son las noches en las naves. Al poco espacio del que dispone cada soldado se le une el que le roba el pesado equipo y la caballería.
Parte de la noche la empleaba yo en componer versos para diversión de los soldados. Al parecer, no debían agradar a muchos, que no entendían mi disparatada lengua, y decidí guardar silencio. Cuando no tenía guardia, me asomaba por la gatera de los remeros y podía contemplar la línea donde los dos mares, el etéreo y el terrestre, como una cinta brillante, intercambiaban sus sombras y sus luces.
Fue una travesía accidentada. Codo enfermó de unas fiebres malignas pocos días después de abandonar la isla Cefías. Algunos creyeron ver en la enfermedad una maldición de los dioses. Entre los milesios se tramaba la sustitución mientras el jefe agonizaba. Los pocos parios que aún continuábamos en la empresa nos manteníamos atentos a cualquier revuelta. Había que saber en qué momento y al lado de quién saltar y emparejarse. Nunca se sabe qué enemigo es más peligroso, si el que te aguarda emboscado para matarte o el que espera tu ayuda para una sedición. Fue un veterano de la isla de Rodos, que conocía muy bien las rivalidades de los jefecillos, quien arrojó a Codo al mar aún con vida, pero muy debilitado por las fiebres, que acabó tragado por las aguas; y en un rápido movimiento, arrestó a los sediciosos y se nombró jefe de la expedición. No sé si hasta ti llegó su fama: Peliades de Rodos.
No es bueno que el hombre permanezca días y días en el mar. El espíritu se acongoja, se le agria el talante como un vino mal cuidado, se le exaspera el ánimo y aparecen las pendencias, fruto más de los malos humores que de las ganas de lucha. Yo hice amistad con un joven de Quíos, del que nunca quise saber su nombre para no ir atándome a la vida con pequeños detalles en los que se enredan los sentimientos. Juntos compartimos la travesía, dedicándonos en los ratos libres a reconocer y recordar las islas que íbamos dejando atrás. Y a saborear sus vinos, si los tenían. Algunas noches dormíamos juntos. El me hablaba de la perfección del número como mesura y yo de la imperfecta perfección de las nalgas de Teoduba, la puta que regentaba la taberna del puerto de la Isla de los Cipreses. Con lo cual, le irritaba yo su espíritu matemático y abominaba de mis dichos. Andaba inquieto por las lecciones que había recibido de Teages de Mileto sobre los segmentos celestes y las esferas ígneas. Yo le decía que más hermosos eran los pechos de una muchacha en plena doncellez. Cuando se volcaba con entusiasmo en los comentarios sobre la medida de los cuerpos celestes y el vacío del universo, yo le hablaba de la fugacidad de la vida, de la hermosura de los cuerpos jóvenes, desnudos, de la sagacidad que otorga el vino, de la necesidad de vivir la vida admitiendo el dolor no como castigo sino como catarsis. Era tan joven como yo, pero no quería entender que la vida era la única posesión de la que el hombre puede disponer. Y esta se le otorga sin reclamarla y se le niega cuando más la desea. Su pasión estaba en los números y sus combinaciones.
Oyéndome hablar así, el joven de Quíos me preguntó:
—Si ese es tu pensamiento, ¿cómo es que te has alistado en esta expedición?
Le tomé de la mano y miramos el cielo. El silencio se rompía por el batir de los remos. Tampoco yo le pregunté entonces la causa de su alistamiento y del abandono de sus estudios. Así pasamos toda la noche y nos llegó la luz primera del día.

Deja una respuesta