La Redonda de Miradores. La Salobreja

30-10-2010.
Es ese nuevo paseo que hace poco se inauguró para desahogo y recreo de todos los ubetenses. Todos los ciudadanos, creo, lo habrán visto con satisfacción, pues quién no habrá paseado por su redonda casi a diario, bien a pie, bien en taxi, recreando su mirada en esa panorámica del Valle del Guadalquivir y las azules sierras de Cazorla y Mágina. Yo nací en ese barrio: en la calle Alta de El Salvador. Fui al colegio de “El Alcázar” y viví mis primeros diez años en esos lugares. ¡Cómo ha cambiado, en unos pocos años, la fisonomía de ese barrio! Esa Redonda de Miradores era un vertedero, donde se depositaban basuras y escombros. La calle era estrecha. La única fila de casas que había y hay estaba cobijada bajo las murallas descarnadas. Y esas casas, la mayoría de planta baja, se hicieron con la misma piedra que se sacaba de la muralla; y, luego, la misma muralla, en años lluviosos, se derrumbaba y sepultaba a algunas, cobrando así su tributo.

Por aquellos años, como digo, esa redonda la circundaban casitas humildes y pobres. La Fuente de la Salobreja era un abrevadero, parada obligada para todos los campesinos que iban a trabajar a la Villa Abajo. Allí abrevaban sus caballerías a la salida y a la entrada, después de echar su peonada. Los hatos de cabras y borregos también lo hacían en ese pilar. Junto a la fuente estaba emplazada la garita de los celadores, esos empleados de arbitrios municipales que controlaban las salidas y entradas en ese camino, noche y día. Más allá de la fuente, en la curva que hace la muralla, había una herrería famosa, la de Juan Tiznajo, el que fundó esa dinastía de forjadores artísticos del hierro que hoy aún subsiste y que regentan sus nietos y biznietos: “Forja Santa María”, en otro lugar de Úbeda…
La esposa de Juan era prima hermana de mi madre y se llamaba Juana. Cuando yo era aprendiz en Casa Biedma, tuve ocasión de ir muchas veces a ese taller por encargos que me mandaba mi jefe Pepe, pues su madre era prima hermana de la mujer de Juan y de mi madre. Cuando estalló la Guerra Civil y cerraron las iglesias y todo vestigio de catolicismo, surgió un proceso de olvido en esta zona gubernamental. Aconteció un hecho en la industria que me conmovió.
Cuando yo era monaguillo en El Salvador, había tres sacerdotes que componían la plantilla de esa iglesia: don Fernando del Moral que era el capellán, más conocido por “El cura centimillo”; un segundo, don Nicolás Villalta, hermano del médico don Luis; un tercero, el cura más joven de ese trío, don Ángel Campos Baeza Rojano. A este último sacerdote, en esos primeros días de contienda, de sobresaltos, de desmanes, de cambio, le cambiaron sus atributos sagrados, como el misal, el cáliz, la sotana… por el marro, la fragua, el mono azul, como un trabajador más, y, gracias a ese cambio, siguió viviendo en esta vida, amparado y resguardado por unas personas de buen corazón y sentimientos: Juan “Tiznajo” y sus hijos Pepe y Juan Garrido.
La Fuente de la Salobreja, ya lo dice la palabra, no era apta para el consumo humano por su insalubridad. Jamás bebí de ella cuando era niño. Mi madre me lo prohibía y decía que tenía sanguijuelas…
Luego, ya casado, mi suegra padecía del hígado y muchas enfermedades propias de la edad. Después de beber aguas de Lanjarón, de Marmolejo, de Baeza y de un sinfín de manantiales, empezó a beber de esa agua; yo la probé y me aficioné a ella. Me ha gustado y en mí he comprobado lo beneficiosa que es para la salud. Tanto es así que oyendo referencias a personas que a diario la beben, he sacado un poema a esa fuente:
LA SALOBREJA
Es una famosa fuente.
Mana un agua cristalina,
transparente, pura, limpia,
tibia
y fresca
según se beba, en qué época.
Sí, en Úbeda, en esa ciudad floreciente
al sur de sus murallas viejas,
allí se encuentra esa fuente
que tanta salud deja.
El manantial ese, nace
frente al sol de medio día.
Allí el agua en libertad
alegre busca salida,
y se marcha hacia las huertas
que duermen al pie tranquilas
porque saben que esa agua
es la que les da vida.
Esa fuente generosa
hoy casi en ruinas se haya,
lentamente la sepultan
las descarnadas murallas.
Paseaba yo una tarde
por esos viejos lugares,
Arroyo de Santa María,
Redonda de Miradores,
el callejón de Cotrina,
la plaza de Carvajal,
la antigua alberca de Paco,
por la puerta de
Graná,
y desemboqué a esa fuente,
esa de la Salobreja,
donde en ese momento
estaba llenando agua una vieja.
Su cara, con pocas arrugas;
su pelo, blanco de nieve;
con su cántaro en la mano
y su mirada en la fuente.
—¡Señora! —le pregunté—,
¿para qué llena esa agua
si hoy todos la tenemos
dentro de la propia casa?
Ella me respondió:
—¡Esta agua no la tenemos!
¡Esta nace sólo aquí!
Es la que yo siempre he bebido
y la que me ayuda a vivir.
Con ella lavo mi cara,
con ella cuido mi pelo,
con ella lavo mis ojos,
y esta es el agua que bebo,
y gracias a ella vivo
sin achaques ni dolores,
sin esos ardores de estómago,
sin cálculos en los riñones.
Unos doctores de aquí
a sus pacientes invitaban
a que esta agua bebieran…
y la salud recobraban.
Y yo le invito a beberla
y no me dará una queja.
Algún día comprobará
la mucha salud que deja.
Se retiró la señora.
Yo, a la fuente me incliné,
haciendo caso del consejo.
Esa agua probé
y desde ese feliz momento
ya no bebo de otra agua
y
me acuerdo de la vieja
de cuánta razón llevaba.
Frente a esa fuente, pero debajo del ribazo que bordea esa redonda, estaba el matadero municipal, en una destartalada nave con techumbre de láminas de cinc. Todos los días se veían bajar manadas de borregos con ese balar continuo y cansino, que parecía presagiar su triste y fatal desenlace. En unos corrales y cobertizos que había junto a la nave, allí metían a los corderos hasta la tarde, que era cuando los sacrificaban.
Muchas tardes mi madre nos decía a mi hermano Juan y a mí:
—Coged esta cuajadera. Toma, Juan, un real y bajad por sangre para cenar esta noche, pues cocida con tomate está muy buena y a vosotros bien que os gusta.
Para nosotros eso era una fiesta. Cuando abrían la puerta del matadero, todos los que estábamos esperando corríamos en tropel a ver quién llegaba antes a los corrales. Los animales, al ver esa algarabía y con lo asustadizos que son, balando y corriendo, todos querían refugiarse en un rincón.
Nosotros ojeábamos el más gordo y lustroso y, cogiéndolo por sus extremidades traseras, arrastrábamos al pobre animal, que balaba sin consuelo, hasta el centro de la nave, junto a una fuente que continuamente corría de los desagües de la Salobreja.
Allí había varios matarifes que, con prontitud, procedían al sacrificio. El hombre, armado con su reluciente cuchillo, cogía el animal por las patas delanteras y, con un movimiento de muñeca, daba al pobre animal un batacazo en el suelo, momento en el que nosotros nos echábamos encima para que no se moviera. El matarife le ponía la cabeza junto al suelo, momento en el que clavaba sin miramientos el cortante cuchillo en su tráquea. Al animal se le ponían los ojos en blanco. Ya apenas podía balar. Le levantaba un poco la cabeza y nos decía que metiéramos la cacerola por debajo. Le volvía la cabeza y, junto a la oreja, le clavaba de nuevo el chuchillo bien profundo, hasta que salía por el otro lado. Entonces, empezaba a manar una sangre roja y caliente que iba cayendo a la vasija que yo tenía debajo. El hombre nos dejaba y él se iba a otro sitio a hacer la misma operación. Nosotros esperábamos a que diera toda la sangre para que, según decían, se cuajase mejor…
Transcurridos los años, esas pequeñas casas que le arrancaron a la muralla se han ido cayendo y hundiendo lentamente. Muchos vecinos las han abandonado. Después, han reconstruido un buen trozo de muralla y ha surgido un panorámico mirador. Espero y deseo que toda esa muralla la reconstruyan y le den más esplendor y belleza a esa redonda, y que su parque sirva para ocio y recreo de propios y de los muchos turistas que nos visitan…

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