29-10-2010.
El teléfono del pasillo no paraba de sonar. Un alumno, al que minutos antes habían expulsado de clase, abrió la puerta y preguntó con cierto atrevimiento:
—Don Fernando: ¿puedo coger el teléfono? —risas contenidas—.
—Sí, por favor —se vislumbra jolgorio—.
La puerta vuelve a abrirse, interrumpiendo la clase, y el alumno pregunta en voz alta:
—Dice el Prefecto que si puedo bajar a su despacho —alguna carcajada—.
—No se dice «el Prefecto», sino «el padre Prefecto de estudios y disciplina» —rectifica el profesor con rimbombancia y comienza la fiesta—.
—Perdón, don Fernando —responde el alumno, con ironía—. ¿Me da usted su permiso para ir al despacho del padre Prefecto de estudios y disciplina? —arrecia el barullo—.
—¡Márchate inmediatamente! —y trifulca general—.
Aquel Prefecto era un hombre joven y optimista. Pasaba mucho tiempo en su despacho, hojeando libros de arte ‑Goya era uno de sus predilectos‑ y escuchando a Wagner o a Beethoven para, de vez en cuando, endosarnos una conferencia sobre música o pintura. Llamaba la atención el desorden de su mesa. Libros y álbumes de fotografías, mezclados con colecciones de discos de los Beatles, Adamo o Paul Anka.
Estaba convencido de que el mismo Dios le había elegido para elevar el nivel cultural y social de aquellos pobres muchachos. Con apenas treinta años, dirigía uno de los centros educativos más importantes de Andalucía. Un colegio con más de dos mil alumnos y un centenar de profesores. Demasiada carga para él. Generalmente, las personas que acceden a cargos de relieve, con escasa preparación, corren el riego de envanecerse y perder el sentido de la realidad. Algo de eso le debió suceder, porque un hombre que había sido modélico y ejemplar como educador, fue una de las personas más cuestionadas, como directivo, en los años de historia de las Escuelas.
—¿Se puede…?
—Pasa, pasa. Vamos a ver, ¿tú podrías decirme el saldo de las misas cantadas en Cuaresma? —preguntó, sin más preámbulos—.
El alumno sacó del bolsillo una libretilla y contestó:
—Mil doscientas cincuenta pesetas, en caja; y, pendientes de cobro, las doscientas del Santo Entierro que es la Cofradía más lenta.
—Lo sé, lo sé. Siéntate —respondió el sacerdote, satisfecho—.
—¿Necesita usted dinero? —preguntó el muchacho; quien, en cuestiones económicas, conocía el paño—.
—No… Únicamente… que… la semana próxima voy a Málaga y había pensado…
—No se preocupe, padre. Ahora mismo le traigo quinientas pesetas y ya ajustaremos cuentas.
En aquel tiempo de estrecheces y penurias, el dinero que generaban los viajes del equipo de fútbol y las misas, cantadas en Cuaresma, eran el capital circulante de la Caja B. Un dinero que nadie controlaba; una especie de “dotación para imprevistos”, a la que no tenía acceso la hacienda local. Dicho de otro modo, «del que no se enteraba ni el padre Ministro». De estos pequeños recursos, echaban mano el Prefecto y, a veces, el alumno, en casos de extrema necesidad.
—Bueno, pero esto debe quedar entre tú yo.
—Puede usted estar tranquilo.
—¿Dónde guardas el dinero?
—En mi cuarto, debajo de la cama, en la maleta.
—Y ¿no te lo robarán?
—Eso no, padre. Aquí la gente critica, pero nadie es capaz de robar una peseta.
—Y ¿qué critican?
—Pues imagínese: que la comida es un asco, que el colegio se queda con demasiado dinero de las becas, que están hartos de tanta injusticia y tanta misa, y que ya sería hora de que pudieran fumar y pasear con las muchachas, sin tener que esconderse por las callejuelas del barrio viejo.
—¿Eso dicen?
—Sí padre. Eso dicen.
El alumno aprovechaba estos momentos de intimidad, casi familiar, para indicar, disimuladamente, las reivindicaciones con las que soñaban sus compañeros. (Crear conciencia social, se diría hoy). Por otra parte, era evidente que había despertado la curiosidad del jesuita en el momento adecuado.
—¿Y de mí? ¿Qué dicen de mí?
—De usted dicen que es un clasista y que le encanta ir a merendar a casa de la familia Molina y de los Fuentes, los de la fundición.
El alumno comprendió que acababa de meter la pata y se quedó en silencio muy preocupado. El Prefecto, serio, intentó justificarse ante aquel rosario de acusaciones.
—Mira hijo: la ilusión es la base del progreso de las personas y de la sociedad. Sin ilusión no hay resultados. El sueño del colegio es que os labréis un porvenir seguro y esperanzador. Muchos no comprenden estas cosas; pero, cuando os veo vestidos, con esos sucios tejanos y esas viejas zapatillas de deporte, pienso que de aquí sólo saldrán revolucionarios rebeldes e inconformistas. A ti mismo, por esa cara de golfo que tienes, te puede detener la policía.
Porque Navarrete era así: idealista e imaginativo, indiscreto e inoportuno, como un niño. Un jesuita voluntarista que mandaba uno de los colegios más importantes de Andalucía, que se ilusionaba y se equivocaba muchas veces, como se ilusionan y se equivocan casi todos los niños. Un jesuita que eligió por amigo a un alumno con un pobre expediente académico, que pasaba más tiempo en el pasillo que asistiendo a clase, del que pensaba que, por tener aquella cara, acabaría en manos de la policía. Un jesuita que hoy se sentiría muy orgulloso de haberse equivocado, tantas veces, si viera hasta dónde han llegado aquellos muchachos.
No todos los días se conoce a un famoso, se descubre la penicilina, o se recibe el beso apasionado de una mujer. Uno puede abandonar la Universidad y el trabajo, sin despedirse de nadie; soñar y volar en busca de otros mundos; acertar, fracasar, caer, levantarse una y mil veces, y olvidarse de todo. Pero hay ciertas cosas que se niegan a borrarse de nuestra memoria.
Seguramente, lo que Navarrete no fue capaz de decir, porque los jesuitas nunca hablaban de esas cosas, es que no tenía dinero y necesitaba aquellas doscientas pesetas para visitar, a escondidas, a su madre, sola y enferma. El padre Navarrete quería hacer el viaje de tapadillo, intentando que nadie se enterara, a la chita callando, como hacen los niños desobedientes y traviesos.