Taylor

07-07-06.
Los ojos más azules, el pelo más rubio, las ocurrencias más atrevidas. Así es Taylor, el nuevo fichaje de nuestro colegio para su variopinta e internacional cantera. Venía del Reino Unido y no necesitó plan de integración, ni de adaptación, ni de modificación de conducta… porque para él todo debía funcionar al revés: los demás somos quienes debemos adaptarnos a su peculiar forma de interpretar la vida, incluidos métodos y pautas de conducta. Yo era tutor de 2.º y el destino me unió a Taylor durante el curso 2004‑05.
‑¡Hombre! –me dije‑, ¡un hijo de la Gran Bretaña en mi clase!

 

‑¡Hola! –saludó al entrar en el aula‑. Me llamo Taylor, ¿y tú?

‑Diego. ¡Qué bien hablas nuestro idioma! Eso te ayudará a trabajar bien desde el primer día.

‑Vengo de Campillos, un pueblo de Málaga.
‑¿Y cómo te fue?
‑Me echaron de todos los colegios porque los profesores eran malos.
‑¿Tú eras bueno?
‑Sí.
«¡Vaya tela!», pensé. «¡La que me ha caído!».
‑Siéntate; aquel es tu sitio.
‑Pero si no estoy cansado.
‑Bueno, ya procuraré que te canses.
Me equivoqué. Fui yo el que se cansó. Me agotaba su continua llamada de atención, su interés por protagonizarlo todo. Si me descuidaba un minuto, Taylor dejaba de trabajar y entraba en refriega con algún compañero, al que insultaba o agredía disimuladamente.
‑¡Taylor! ¿Otra vez?
‑Es que éste me ha dicho “maricón”.
‑¿Por qué, José?
‑Porque me ha dado un beso y mi padre dice que los tíos que besan a otros son maricones.
‑¿Y tú por qué le das un beso, Taylor?
‑No sé. Es mi amigo.
‑¡Que no soy tu amigo, leche! –repetía una y otra vez José, un gitano de raza al que sólo su padre controlaba a base de razonamientos “correosos”.
Pasaban los días y Taylor no se adaptaba a las normas elementales de convivencia. Provocaba conflictos continuamente que finalizaban en agresiones físicas entre los compañeros. Siendo imposible integrarlo en algún grupo de trabajo, no tuve más opción que formar dúo con él, convirtiéndose en mi sombra las cinco horas de la jornada lectiva. Después, en casa, en el cine…, en todas partes, Taylor seguía acaparando mis pensamientos. Era como una de esas canciones pegadizas de la que no puedes deshacerte en varios días.
Reflexioné durante horas el plan de acción más conveniente. No podía permitir que su ego creciese en esa dirección. Tenía que descubrir sus puntos débiles para que mi labor educativa no acabase en un fracaso. Así que, convencido de la inutilidad de la imposición autoritaria, de la reprobación privada y pública, de la privación del recreo, de las visitas de su madre…, y descartada la solicitud de expediente de expulsión temporal o cambio de centro, por considerarlos mi fracaso personal, opté por rendirme a la evidencia y aplicar la teoría de “más vale tenerte de amigo que de enemigo”. Y eso hice. Taylor me seguía a todas partes, me miraba, buscaba complicidad en cada momento, hasta que percibió que me caía bien. Nos hicimos amigos. Le gustaba trabajar conmigo, contarme sus aventuras y hacerme reír. ¿Quién lo iba a decir dos meses antes? Un déficit importante de afectividad era la causa de su inestabilidad emocional y, en consecuencia, de las situaciones conflictivas que generaba.
Hoy, Taylor tiene un año más y yo no soy su tutor; pero cuando nos cruzamos por el pasillo del colegio o lo encuentro junto a la puerta del despacho del director, privado del recreo por alguna extraña “fechoría”, me mira, esperando alguna palabra amable que le haga sentir la complicidad que tuvimos. Connivencia que en ningún momento se puede convertir en justificación de su conducta. Sí en estrategia para ayudarle a mejorar como persona.

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