Por Mariano Valcárcel González.
A veces pasan cosas y no nos damos cuenta. O no nos damos cuenta del significado que tienen. O minimizamos ese posible significado, quitándole la importancia que tuviese.
Es una cosa de común suceso. A todos nos pasa.
Me ha ocurrido con un edificio de Úbeda. Apenas me fijé cómo durante años iba deteriorándose y bajando peldaños en su significado y su función. Al final, está sufriendo tal transformación que ya no será el mismo.
Me explicaré. En la Plaza Vieja, antiguamente de Toledo, del General Saro y ahora de Andalucía (lo que dice mucho de todo lo que ha venido sufriendo esta central plaza, y uno de sus sufrimientos es el que le cambien el nombre cada vez que los regidores cambian de camisa) se centraba, como se puede entrever, la vida social local. Por la misma se había de pasar si se quería ser alguien. Allá también existían tres zonas de citas sociales: una, la de los parados y jornaleros en espera de que cayese algo; otra la de la chiquillería acudiendo a los carrillos, puestos de chucherías rodantes pero estables en sus portalillos, y la de los señoritos y caballeros de bien, o personal sedente, que llenaba sus bares y cafés.
Eran dos muy representativos, a la salida de la plaza y en la bocana de la calle Rastro, los llamados bar Central y café-bar Molina, uno enfrente del otro (había una especie de casinillo sin posibles también y luego, en los mismos portalillos, se colocó el célebre Monterrey). En el primero, se colgaban en una pizarra los resultados de la liga de fútbol y de la quiniela. Fue el primero también en caer, que se demolió la casa donde radicaba y ahí se dejó, descubierto, un trozo de lienzo de la antigua muralla. Todavía está el hueco.
El bar Molina se mantuvo más años. Tenía, además de la cafetería en el bajo, un comedor en el primer piso. Pero, una vez que su dueño envejeció y dejó su administración, el local fue cayendo en manos cada vez menos profesionales y eficaces, incapaces de mantener el prestigio habido. Fue degradándose poco a poco y yo perdí su imagen. Ya no atraía a nadie y apenas nadie entraba en el mismo.
Tal quedó fuera de mi visión el lugar que no me fijé, hasta hace unos días, que el bar ya no existía y que todo el edificio había sufrido una alteración sustancial en su funcionalidad. Quedará un edificio residencial, de viviendas o apartamentos, pero nada más. El bar Molina ha fallecido definitivamente.
Y me viene todo un torbellino de recuerdos. El bar Molina era donde solían pasar las tardes mi padre (cuando no trabajaba) y algunos de sus colegas. Allí quedaban. Allí vegetaban, dormitaban, murmuraban e intercambiaban noticias y chismes. Si quería buscar a mi padre, casi sin duda lo era allí. También en fiestas y días de renombre acudía mi padre con mi madre y con los amigos y parientas, a pasar la velada, tomar unas cervezas (que acá siempre eran botellines a los que se le decía biscúter) o concentrarse…
Lo de la concentración tiene su explicación. Cuando los elementos de Cruz Roja local tenían que reunirse para algún acto oficial (Fiesta de la Banderita por feria o Día de la Patrona por diciembre) podía la oficialidad esperarse tomando un café; cuando la Banda de Música había de agruparse para hacer un pasacalles o dar un concierto en la misma plaza, sin duda allí en el bar Molina aparcaban sus instrumentos, mientras se tomaban el biscúter. Así que ahí, en sus veladores y barra, se reunían parte de las fuerzas vivas de la localidad.
Uno de los recuerdos más emocionantes para mi padre fue el siguiente, que nos contaba de vez en cuando: estaban la plana mayor de la banda de música (a la sazón su director Emilio Sánchez Plaza, Miguel Fernández, más conocido como “Miguelón”, el bombo, mi padre, el caja, y alguno más) sentados en los veladores de entrada del Molina, para tiempo del Día de San Miguel, y se habían tomado la molestia los munícipes en contratar a la banda militar del Regimiento Córdoba 10 de Granada, y pasaban los milicos muy puestos en formación, con sus marchas a todo trapo y su paso marcial; que tal se iban por la plaza dicha, vía Rastro, cuando se dieron cuenta de la presencia de los civiles músicos tan repanchingados en su mesa; y, ni corto ni perezoso, frenó la carga el oficial director, mandó «¡Derecha, ar!» y saludó con mucha cortesía y militarmente al director Sánchez Plaza y su compañía. Como hombre educado, don Emilio se levantó y apretó la mano del oficial (y con él los otros); y, acto seguido, la banda militar atacó uno de sus pasodobles más lucidos en homenaje a los músicos locales.
Son anécdotas tal vez leves, sin importancia ni relieve alguno, que no modificaron ni modificarán la vida ni la historia de nuestra localidad; pero que, a veces, sí influyen, formando un nudo de recuerdos con los que las personas pueden hacer más llevadera su existencia; recuerdos particularmente agradables, que valen a una humilde persona toda una justificación de su existencia.
Cosas como esas y a otras gentes les habrán proporcionado su estancia en el café-bar Molina. Recuerdos de citas, de reuniones, de soledades… Ahora se dice que el Comercial de Madrid ha caído. Todo un símbolo de los tiempos que corren… Acá, en Úbeda, cayó también el bar Tera sin que nadie lo remediara (allá quedó la sombra de don Manuel Martínez, el médico que todos los días paraba en su velador de mármol…). Y todo lo que un día fue quedará también en sombra.
Ahora se llevan los llamados gastrobares, un invento de la modernidad pasmosa.