Por Mariano Valcárcel González.
Que no, que de verdad lo que abajo explicaré no obedece a una cochina y pertinaz envidia. Veamos.
Los ciclistas. ¿Ustedes se han dado cuenta del problema en que se están convirtiendo los ciclistas?
En este país, que habitamos de la charanga y pandereta, las salidas de todo y a destiempo, protestas perpetuas por un quítame allá esas pajas, mangantes con título y pedigrí, una de las cuestiones que se había constituido en reivindicación permanente era la del ciclista aficionado o lúdico e incluso del profesional.
El ciclista protestaba con suma razón porque, en su protesta, le iba la vida. El ciclista se jugaba (y se juega) el tipo cada vez que se atrevía a salir a la calzada, especialmente de vía interurbana. Me atrevería a decir que, en este tipo de vías, el ciclista está más expuesto que el mismo peatón, pues coincide en su circulación con los vehículos de cuatro ruedas, o de seis, o de ocho…; vamos, que al ciclista le pueden dar una tarascada con la energía suficiente como para mandarlo a la Luna. Solo el desplazamiento de la masa de aire asociada a un vehículo (y a su velocidad), sin llegar a tocarlo, lo logra variar de su trayectoria.
Sí, en efecto, el que circula en bicicleta es pieza frágil.
Protestaban y protestan ante el evidente peligro. Y, como cada día lo eran más, más protestaban y más se les oía. Y, como resultó ser cosa moderna, muy “in” y ecológica y desde luego “guay”, sanísima además, eso de ir en bicicleta (no en la estática, ojo), pues que el personal se lanzó con entusiasmo al pedaleo urbano e interurbano.
Nada que objetar ante tal actitud, realmente positiva.
Mas, seamos claros, en esta cuestión como en tantas otras: lo malo no es llegar, lo malo es pasarse; y nos estamos pasando un huevo. Si antes era el ciclista el que padecía el peligro y el acoso del automovilista, es ahora el peatón el que sufre el peligro y el acoso del ciclista. Multiplicado su número, no solo consideran que esos carriles que nos quitaron acerado, llamados “carriles bici” (donde los hay y son utilizados, que esa es otra cuestión que tener en cuenta), son de su exclusivo uso, sino que, llegada la intersección y cruce con vía peatonal, ¡ay del peatón que se les interponga en el camino! He comprobado personalmente que, aunque tengan marcas de advertencia o prioridad peatonal, es difícil hacerles frenar. Se estudió autorizarles el uso vial del acerado (cosa que ‑parece oficialmente‑ no prospera), pero es que ya lo utilizan mocitos y no tan mocitos, con el consiguiente riesgo y molestia del viandante.
Por senderos y caminos rurales, gustan de irse algunos de ellos. Hacen menos daño que los moteros o los que arrasan todo con sus vehículos todo terreno, sacados los domingos para que se aireen; cierto. Pero también es cierto que abundan precisamente los ruteros de domingo, desconocedores absolutos de nada que signifique realmente medio natural y el respeto que se le debe. También me ocurrió, recientemente, que me andaba por senda cercana a zonas urbanizadas y, en un momento dado, se me echó encima, saliendo a todo carajo de una curva, un bicicletero de manual y página de revista ilustrada. Ni el timbre de aviso pulsó. No así otros que también me rebasaban y procuraban hacerme advertencia.
No conviene generalizar, de acuerdo, que en este mundillo abunda de todo; y los hay y conozco fieles al biciclo y a sus normas, a sus alegrías y sufrimientos y a las servidumbres que conlleva. Ellos no son ningún peligro ni aportan molestia y, por el contrario, sí que los sufren. Es penoso, porque uno no se atrevería a hacerlo: ver a quienes, encima de tan frágil estructura, discurren por una carretera a las doce del mediodía o a las cuatro de la tarde, ascendiendo rampas que destrozarían a cualquiera; pasa uno con su vehículo y dan ganas de parar e invitarles a que dejen el trasto y se suban al nuestro, que los llevamos a la fuente más próxima o al centro médico cercano. Uno no comprende lo que les motiva a tamaño sacrificio, a ese trago amargo del avanzar sin apenas poderlo hacer, observando cómo la maldita carretera sigue ahí inamovible y la cresta nunca se nos acerca, suplicio tan antiguo como la leyenda griega. Vemos también, más en urbano entorno, al jubilado o jubilada, en general de Centroeuropa, con su biciclo a veces con ayuda motorizada, que van con el mismo y su cestilla al supermercado cercano (o menos cercano de la urbanización donde tienen su chalé) a por la compra, dando una estampa de placidez burguesa de la Europa del bienestar, ya en franca retirada para nosotros.
Pero, en estas fechas veraniegas, no es infrecuente darse de bruces con esos ya indicados sujetos que se montan en bicicleta, porque en su entorno social o ideológico los demás también lo hacen o lo predican y, como antes indiqué, creen que el mundo universo debe girar en torno a su pedaleo. ¡Y los hay que no se saben o no recuerdan las mínimas normas del código de circulación (que también les afecta)!
Y sí, lo confieso, yo no sé montar en bicicleta. ¿Pasa algo?