Presentado por Manuel Almagro Chinchilla.
Doce años después (1892) de que Edison patentara la lámpara incandescente (1880), aún se dudaba en Úbeda sobre la conveniencia de usar aquel “endiablado” invento para salir de las tinieblas. Ramón Quesada nos relata los quebraderos de cabeza que tuvieron algunas autoridades municipales y el promotor de aquel cambio para implantar la novedad. Era en la feria de san Miguel de aquel año de 1892, en la que se pusieron algunos focos de luz a regañadientes de no pocos desconfiados, que se aferraban a la tradición de las velas de toda la vida. Debido a esa desconfianza, se puso como condición que se complementara el invento con algunas luminarias de petróleo, por si acaso. Después de todo, razón no les faltaba.
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Como cualquier otra ciudad de aquel siglo, Úbeda venía padeciendo las dificultades de un alumbrado arcaico que tenía mucho de impenitente, muy poco de perfecto y casi nada de virtuoso. Los olores, la pestilencia impura del petróleo y la cera ‑con la ascosidad de uno y las ampollas de la otra, pese a que nunca por blanca ha sido pura‑, diagnosticadas, en un grado clínico que no vamos a discutir ahora, eran la nota característica en nuestras calles y nuestros hogares; un trabajo pesado también, monótono y simple, para el farolero que encendía los lampiones públicos y la preocupación diaria de aquellos progenitores ante la llama galana de la vela, titubeante a las corrientes del aire con pavesa humeante y tufillo a iglesia. Y el versátil candil, que con su oronda barriga más que presuntuosa, y lengua de algodón a modo de burla, arrojando aceite ‑más parecía artilugio concebido para condecorar méritos imaginarios a los distraídos usuarios que para cosa útil‑, chisporroteaba socarronamente sobre la mesa, o colgado de la viga cual reo, creando sombras chinescas y originando con su deficiencia que nuestros abuelos adivinasen fantasmas donde no los había o provocando una larga noche en el tálamo y, como lógica consecuencia, la línea ascendente del gráfico de la demografía natal. Pero se haría la luz…
Se acabarían estos problemas y nacerían otros cuando, en la feria de 1892 ‑siendo alcalde de Úbeda don Juan Pasquau Visso‑, se inauguró el alumbrado eléctrico. Fue a partir de los primeros “locos eléctricos”. (Cuentan las personas de muy avanzada edad que, al principio, el alumbrado eléctrico se tendría por cosa del diablo, y hasta se llegó a pensar que la luz venía por una tomiza, al ver las gentes los desconocidos tendidos de cables cruzando las calles, y en los primeros y más atrevidos hogares, que por lo general, eran los ricos).
Un ubetense joven, de grata memoria y al que nunca se le hizo justicia, al que en cambio se le llamó osado, don Facundo Álvaro Jiménez, luchó denodadamente, sin descanso, venciendo las hostilidades de los tradicionalistas que, con su falta de instrucción, se resistían abiertamente a la sustitución del viejo alumbrado de petróleo, aceite y cera. El escepticismo de las autoridades de aquella época se oponía al progreso y a la iniciativa de un ubetense prodigioso que supo, con extraordinario valor, superar la prueba de las contradicciones ridículas, impuestas por los eternos doctrinados en prejuicios repudiados por la razón, sobreponiendo sus ridículas voluntades, respaldadas por el feudalismo de los poderosos, a la iniciativa inteligente y avanzada de pioneros como Facundo Álvaro, un fabricante de alcoholes modesto y honrado. Tan popular llegó a ser, andando el tiempo, nuestro héroe, que las gentes idearon y entonaron una cancioncilla que comenzaba:
—¿Quién hizo el mundo?
—Facundo.
A pesar de todo, venciendo aquellas hostilidades como Dios le dio a entender, pudo don Facundo conseguir que en 1892, entre discordia y discordia, que varios puntos eléctricos iluminasen el real de la feria en muda competición con los de petróleo, que, por veteranos, gozaban de la impunidad de los indiferentes, que era, al fin y al cabo, como si nadie los tuviese en cuenta. Prueba de su carácter, como muestra de su tesón, está que, siendo alcalde don Andrés Ruiz Serrano, se consiguiera sacar a pública subasta el flete del alumbrado moderno, con la condición ‑eso sí‑ de que el concesionario había de ofrecer 274 luces eléctricas y 24 de petróleo, lo que evidenciaba que los munícipes no se apeaban de sus obstinadas tradiciones, al continuar exigiendo la existencia del líquido oleoso en la vía pública, a pesar de la imposiciones lógicas de este invento revolucionario.
La calle escogida, para que en ella “llamease” por vez primera la luz eléctrica, fue el Real, que hizo perder el…
(29‑09‑1978).