Por Mariano Valcárcel González.
Contaba un chico, compañero de escuela en mis tiempos, con admiración las hazañas bélicas de Franco; detallaba las supuestas “bolsas” que el general diseñaba y aplicaba en el campo de batalla contra los republicanos y que, sin dudarlo y visto lo visto, le habían procurado la victoria. No muy duchos nosotros en la teoría guerrera, nos tragábamos las historias del franquista alevín y la verdad es que nos entraban por un oído y nos salían por el otro.
Ahora sabemos -quién más, quién menos- que el general imperecedero no fue ni tan eminente en su saber teórico sobre estrategia militar, ni tan práctico en llevar a cabo maniobras sobre el terreno. Alguien dijo que, a lo más, era un buen comandante de batallón.
Y ahí viene lo que me ronda en mente. Cómo es de fácil parir un mito.
La mitología, aparte la clásica de las deidades greco-latinas y otras muy antiguas, siempre se ha nutrido de una intención inicial y muy fuerte e importante, que es la de llevar algo o a alguien desde lo corriente y normal, desde lo que está a nuestra escala, hasta cotas y alturas tan altas e inalcanzables que, por lo mismo, sean admitidas de por sí y convertidas en verdades indiscutibles. Así, lo convertido en mito ya es indestructible y queda permanente en el imaginario colectivo por generaciones. Y es algo superior; digamos que divino.
Además, el mito es generador de acción por mostrarse como ejemplo a seguir en general o en justificante de la misma. El mito es ejemplar, venerable e incomprensible en su grandeza.
Tocante a Franco, aparte de la baraka que le atribuían los moros, cuando se salvó de la muerte en África, se fue fabricando su mito con posterioridad a su victoria. Porque había que apuntalar el culto a la personalidad que, inevitablemente, requería su auto-titulado caudillaje. No podía ser menos.
Hay mitos ideológicos, como el de la Revolución. Ya de por sí, la palabra se rodea de un significado mítico y taumatúrgico de tal calibre que, con solo evocarla, se producen cambios evidentes; no digamos ya, si se aplica. Así, los republicanos españoles, adictos a los partidos y sindicatos de izquierdas, apelaron a la revolución como solución a todos sus problemas y fuente de beneficios sin cuento. Tal la mitificación de ello que, teniendo al enemigo levantado en armas (y era enemigo poderoso), se dedicaron a establecer “su” revolución antes que a hacer frente con efectividad a los alzados. Claro; que cada quisque tenía también “su” concepto de la mítica revolución, a veces, enfrentado a otros. Y así les fue.
Llegó la mítica Revolución de la mano de la de octubre en Rusia. En Rusia había triunfado; luego, de por sí, era concepto y práctica con segura victoria. Mito. Que se creyeron e incluso trataron, como escribo, de aplicar los españoles republicanos. No tenían en cuenta que -como dice el entrenador Simeone- ha de irse “partido a partido”, las revoluciones triunfan pueblo a pueblo, nación a nación y según las particulares circunstancias de cada cual (por eso también fracasan). El no comprender tal cosa sigue llevando a ciertos teórico/prácticos de izquierda a errores de bulto, tal que le pasó al mítico Che, otro mito fabricado a partir de una magnífica foto y una muerte anunciada; por otra parte, mito que hacía sombra al de su comandante en jefe, Fidel. Como he dicho, mitos al servicio del culto a la personalidad.
La derecha tiene sus mitos; faltaría más. Precisamente, la Falange -supuestamente triunfadora- manejó el de la Revolución Nacional Sindicalista (una vez más, acudiendo a la revolución como recurso); pero, desde luego, resultó más que mito una vana ilusión, sin entidad alguna. Los mitos fundacionales de muchos nacionalismos son eso, mitos sin anclajes históricos fiables; pero que, por su potente carga sentimental e ideológica, sirven de banderín de enganche a la masa.
La importancia de Pelayo -realmente tan relativa-; la de España como primera y uniforme nación antigua (algunos se atreven a decir que la primera nación europea, como tal reconocida), tras la supuesta unificación de las Reyes Católicos… Ahora, el padecimiento que sufrimos ante la mitología catalana, basada en hechos parciales, de importancia, a veces, muy menor para el conjunto de España; por ejemplo, ese acto de resistencia de la ciudad de Barcelona y su defensa, por Casanovas (síndico municipal) ante las tropas borbónicas; defensa, en nombre, de otro aspirante (con más o menos derechos -yo creo que más-) al trono español y, por ello, supuesto mantenedor de los tradicionales fueros de Cataluña que, en aras de crear una mitología dinamizante de su nacionalismo, se transformaron en todo un símbolo de la supuesta nación catalana y su lucha secular contra España. Mito que se ha de recordar y celebrar cada año con mayor fuerza. O sea; se ha hecho de lo normal; de lo que no se sale de una circunstancia histórica todo un detonante de su nacionalismo. Y de ahí a lo demás que vemos, tan absurdo y falso; tan peligroso.
Mitificaba Blas Infante un Al-Andalus más existente en su imaginación que en la realidad histórica. Su deseo se convertía en realidad existente y, tras ello, pues convertía en mito tal imaginario. Y se volvía al ciclo mito–nacionalismo. Eso le llevó a flamear una bandera supuesta, un escudo mera copia del de Cádiz (¡para toda Andalucía!) y un himno de trasunto campesino, al igual que los catalanes habían adoptado otro de tal hechura. Meras copias de supuestos orígenes míticos.
Todo mito, pues, obedece muchas veces a manipulaciones muy interesadas de hechos históricos (o meras leyendas); a tergiversaciones fácilmente indemostrables, pero potentes y primarios en sus mensajes. Con ello, se forjan consignas que luego se expanden y calan en las multitudes, escasas de reflexión y de crítica. Por ejemplo, el mito de la puñalada en la espalda, manejado por los nazis en su campaña contra la izquierda alemana.
Trump, en ese América primero, marca un mítico origen del pueblo norteamericano (blanco y anglosajón, protestante y capitalista), en el que hay que mirarse y al que hay que proteger supuestamente (y supuestamente superior al resto del mundo). Burdo mito que le da resultado.
Y otro gran y falaz mito es ese que nos dice que el mercado se regula sin intervención externa (o se autorregula). Entramos de lleno en el mito liberal. La mejor razón de la existencia del poder del Estado es que no exista. Aquí se dan la mano dos concepciones aparentemente opuestas: la del liberalismo a ultranza y la del anarquismo; eso sí, cada una tirando para el lado de su cuerda. La libertad total como mito, que ni siquiera contemplaría esa restricción que dice que la libertad de uno termina donde empieza la libertad del otro.
Hay mitos que se repiten y enseñan como mantras religiosos que, sin embargo, demostraron su ineficacia, falsedad y letalidad, sin que por ello se hayan abandonado, a pesar de lo demostrado de su peligro o vaciedad. Pero estamos en un mundo ansioso de mitos y de mentiras, que nos hagan más fáciles nuestros tránsitos y nos exoneren de tener que pensar y tener que responder a nuestras responsabilidades. Mitos fácilmente digeribles.
De la mitología religiosa, habría también mucho que explicar. Pero, cuidado, que hay quienes al mito le llaman fe; y ahí, señores…