En esta larga vida, que Dios y mis padres me han proporcionado, he tenido tiempo de todo. Tuve una infancia feliz en una familia que tanto me quería (como he comentado en anteriores entregas), siendo la mayor de mis hermanos con la responsabilidad que, por entonces, conllevaba -y conlleva- ese rol. Tenías que ser buena y parecerlo, como la mujer del césar, pues eras el foco y ejemplo de tus hermanos. Todo el que ha sido hermana mayor en cualquier familia sabe de lo que estoy hablando. Eras tú la que había de luchar para abrirte camino, conquistando la propia libertad vigilada por la que ibas marchando cada día; y habías de conseguir unos hitos que, luego, tus hermanos menores, heredarían amablemente y sin complejos, sin ni siquiera plantearse quién los habría conseguido; al igual que les pasa actualmente a las nuevas generaciones que cogen una serie de libertades y derechos por derecho propio, como si les bajasen del cielo directamente, siendo precisamente otras generaciones o personas anteriores quienes bien han luchado para conseguirlos. Es penoso afirmar que no se consigue nada por las buenas; todo ha de ser luchar por tu propia vida y destino con las armas o medios (pacíficos, prefiero yo) que mejor te valgan.
En fin, me estoy enrollando; perdonen ustedes, pero mi edad lo justifica. Ya verán ustedes, cuando tengan hecho el camino que yo he recorrido, cómo se acordarán de lo que les estoy diciendo. Si, como decía mi padre, la vida fuese al revés: “Ser viejos antes que jóvenes”, otro gallo nos cantara, pues entonces comprenderíamos muchas cosas que, por mucho que te las expliquen, hasta que no llegues a la edad apropiada -y la pases- no las vas a comprender jamás. Yo pensaba que de mayor haría esto o aquello y que no caería en los errores de mis padres o antepasados; mas resulta que, cuando llegas a ese momento vital, como humano, vuelves a cometer los mismos fallos en los que ellos incurrieron.
Recuerdo mi infancia muy dichosa (aunque tuve momentos complicados, pero que con el devenir del tiempo y la sabia terapia de la mente humana he sabido dulcificarlos, quedándome con todo lo bonito, defenestrando lo feo y problemático que pudiesen tener). Luego, llegó mi adolescencia en la que, como buena mujer, fui aleccionada en ese rol femenino tan estanco en esa época y todavía más en épocas pretéritas (pero que se ha dinamitado actualmente; para bien en algunos aspectos, aunque para mal en otros, como todo), para irme preparando a ser una buena esposa del marido que me buscase o tocase en suerte. “Casamiento y mortaja del cielo bajan”. Me puse novia a la edad adecuada (más bien joven, como se llevaba en esa época) y a la vieja usanza, hablándonos por la ventana cada atardecer, sin sobrepasar ciertas horas del rígido horario establecido. Tuve la suerte de escoger un buen marido, aunque lo que la sociedad decía era que el hombre sería el que buscaría esposa. ¡Cuánto eufemismo por no decir la verdad!: que era la mujer la que daba -y sigue otorgando- el visto bueno para empezar o seguir cualquier relación amorosa, sabiendo que ahora mismo los ánimos y métodos femeninos estén, a mi parecer, excesivamente desorbitados.
Cómo recuerdo lo contenta que estaba cuando me casé en la iglesia de mi pueblo: Santa María de los Reales Alcázares. Como tengo buena memoria, me acuerdo del paseo tan bonito que hice por la calles próximas a mi domicilio (puesto que vivía en este barrio), vestida de blanco, yendo virgen al matrimonio católico como era prescriptivo; y cómo las vecinas, familiares y amigas me iban diciendo -a viva voz- lo guapa que estaba. Y es que a mis veintidós abriles era una flor primaveral perfumada de virtudes y esperanza.
El claustro gótico se me abre primorosamente entre sueños, mientras voy agarrada del brazo de mi padre, más contenta que unas pascuas, pues iba a conseguir una de las cosas más importantes de mi vida: casarme con mi verdadero amor, fundar una familia cristiana y emprender una nueva singladura en mi épica personal que se circunscribía a este mundo cercano que tanto quería y me rodeaba, poblado de buenos afectos y sentimientos perdurables.
Y en eso, la vida no me defraudó; aunque la vida conyugal y convivencial siempre trajera sus arrastres negativos, que son ineludibles, pero que con amor y paciencia siempre pude superar y solventar.
Sevilla, 15 de octubre de 2019.