Vicisitudes de la vejez, 6

En esta larga vida, que Dios y mis padres me han proporcionado, he tenido tiempo de todo. Tuve una infancia feliz en una familia que tanto me quería (como he comentado en anteriores entregas), siendo la mayor de mis hermanos con la responsabilidad que, por entonces, conllevaba -y conlleva- ese rol. Tenías que ser buena y parecerlo, como la mujer del césar, pues eras el foco y ejemplo de tus hermanos. Todo el que ha sido hermana mayor en cualquier familia sabe de lo que estoy hablando. Eras tú la que había de luchar para abrirte camino, conquistando la propia libertad vigilada por la que ibas marchando cada día; y habías de conseguir unos hitos que, luego, tus hermanos menores, heredarían amablemente y sin complejos, sin ni siquiera plantearse quién los habría conseguido; al igual que les pasa actualmente a las nuevas generaciones que cogen una serie de libertades y derechos por derecho propio, como si les bajasen del cielo directamente, siendo precisamente otras generaciones o personas anteriores quienes bien han luchado para conseguirlos. Es penoso afirmar que no se consigue nada por las buenas; todo ha de ser luchar por tu propia vida y destino con las armas o medios (pacíficos, prefiero yo) que mejor te valgan.

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