Relatos y vivencias del ayer ubetense, 12

Por Fernando Sánchez Resa.

Me acuerdo de aquellos tiempos de mi infancia en que pasó por aquí una familia de pobres trashumantes. La componían los padres y varios hijos de mi edad y más pequeños. Tanto los padres como la nutrida prole cubrían sus carnes con ropajes andrajosos. ¡Qué lástima despertaban en mí cuando, en pleno invierno, iban completamente descalzos! A pesar de su extremada pobreza, los veía sonreír y entre los varios chiquillos se daban bromas y hasta jugaban; parecía que el drama y el problema en el que estaban inmersos no les afectaban.

Los padres, con los más pequeños, hacían un grupo y, con dos o tres mayores, otro. Hablaban muy fino. Yo, en mi ignorancia imaginativa, no concebía que esos niños que tan bien hablaban fueran pidiendo limosna. Los pobres que conocía, pues a diario los veía pedir en los canceles de las iglesias, hablaban mal; o mejor dicho, hablaban como yo, como los demás de aquí.

La forma de pedir era muy peculiar. Lo hacían cantando. Otra cosa que me admiraba. El cantar creía que era sinónimo de alegría, pero yo no concebía muy bien que su pobreza fuera motivo de ella. Un día los seguí en la calle Montiel y observé cómo llamaban en la primera casa, entrando por el Convento de las Descalzas. Allí vivía la señora de Pasquau. Tiraron del tirador y la campanilla empezó a vibrar, anunciando la llamada. En ese instante, los tres hermanos empezaron su cantinela:

“Si usted me da una limosna
le canto con alegría
las penas de san José
y de su esposa María.
San José se fue por leña
mientras la Virgen paría.
Parió un niño tan hermoso
como los rayos del día”.

Esa original forma de pedir movía a las personas piadosas a ser pródigas en las limosnas. Los seguí y llegaron a varias casas más de esa calle, como las de don Ricardo Bajo, don Diego Díaz Madrid, don José María Arce y otros más.

La constitución de esos pobres niños era fuerte y, en su semblante, lucían unos sonrosados colores, a pesar de criarse con el pan nuestro de cada día, el que les daban de caridad. Lo mismo que un día aparecieron, otro, desaparecieron sin que nadie les echara de menos. Yo sí me he acordado, a veces, y no concebía ni concibo cómo podían andar descalzos.

Hoy ya no se ven esos pobres harapientos y desnutridos pero se siguen viendo, en las puertas de las iglesias o supermercados o la misma Plaza de Abastos e incluso por las calles, ataviados con diferentes instrumentos musicales, ciertos mendigos que imploran caridad, a veces, hasta exigiéndola. Son personas jóvenes o de mediana edad que van corrientemente vestidos; ya no piden una limosna por Dios, sino que exclaman:

—¡Dame para un cafelillo o para un bocadillo!

Si les das dinero, mejor que mejor. En plena recolección de aceituna, me he topado con gente joven que ejercía la mendicidad, mientras los patronos aceituneros se las veían y deseaban para encontrar gente para formar una cuadrilla. He visto casos muy concretos: personas que te han pedido una limosna en un lugar y, después, a esa misma persona, la he visto fumándose un habano, sentada en una terraza, saboreando una rubia cerveza fresca. Es un ejemplo más de la picaresca española, ejercida (paradójicamente) por ciudadanos de otras nacionalidades, como una forma lucrativa de la mendicidad de hoy.

fernandosanchezresa@hotmail.com

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