La toma de Gibraltar…, ¿o de Barcelona?

Por José Luis Rodríguez Sánchez y Daniel García Parra.

Tiempos aquellos en que la España, Una, Grande y Libre gritaba, hinchadas las venas del cuello y brazo en alto, aquello de «¡Gibraltar español!». Hasta patrióticas cancioncillas de recios copleros escuchábamos en la TVE en blanco y negro, y de chales sobre los escotes de tonadilleras.

Algo queda de todo aquello. Hace no mucho, un tal García Margallo, que se dice fue nada menos que Ministro de Asuntos Exteriores, en su presentación en sociedad diplomática, se lo espetó a su colega inglés o a un eurodiputado británico —que no tengo la cosa muy clara—. Todo un ejemplo de savoir faire en la alta política internacional. Pero no es lo mismo. Desgraciadamente, los españoles se preocupan más por mantener/conseguir su puesto de trabajo, su poder adquisitivo y otras nimiedades, que por la esencias patrias.

El caso es que esa árida roca, buena para nada que no sea el control del estrecho, por si vuelve a invadirnos la morisma, lleva ya más de trescientos años perteneciendo a su más o menos Graciosa Majestad, casi el mismo tiempo que perteneció al Reino de Castilla tras arrebatárselo a los malvados sarracenos, que llevaban allí seis o siete siglos llamándolo Yabal Tariq (جبلطارق ) o Monte de Tariq en román paladino. Es el problema de que no exista un registro de la propiedad histórica.

Lo que no sabe mucha gente es que Gibraltar es inglés de rebote, de pura chamba. La flota anglo-holandesa que lo conquistó venía de ser rechazada de su verdadero objetivo, que era nada menos que Barcelona. Pero contemos la historia como Dios manda, con sus antecedentes y demás.

Estamos en 1704. Cuatro años antes fallecía el último rey de Austria, Carlos II, sin descendencia. La criatura era un desecho genético después de generaciones de cruces entre familiares. En un intento desesperado, porque el imperio español no fuese desmembrado y repartido en rapiña entre las potencias europeas, el rey agonizante había nombrado como sucesor a Felipe de Borbón, duque de Anjou (el que a la postre sería Felipe V), nieto del rey de Francia, Luis XIV.

Ante el poder que supondría esto para los Borbones, Inglaterra, Austria y Holanda se opusieron manu militari al hecho sucesorio y apoyaron como posible rey de España a otro pretendiente: el archiduque Carlos de Habsburgo, hijo de Leopoldo I, emperador de Austria. Todo ello provocaría una guerra internacional que conocemos como Guerra de Sucesión Española.

Ese es el marco en el que una poderosa flota inglesa y holandesa, al mando del almirante Rooke se plantó ante Barcelona, esperando que la población apoyase al austriaco Carlos y le entregase la ciudad. No fue así; la esperada sublevación de la capital catalana no se produjo; el gobernador Velasco rehusó rendir la ciudad, y el desembarco fracasó por la oposición de la guarnición y los ciudadanos, por lo que la flota tuvo que levantar anclas con el rabo entre las piernas. Poco premio tuvo para los barceloneses, cuando al final de la guerra, Felipe V, el primer Borbón, impuso los Decretos de Nueva Planta con los que se quiso quebrar la relativa libertad con respecto a Castilla que hasta ese momento había disfrutado el reino de Aragón, condado de Cataluña incluido. Pero eso es otra historia.

De regreso a su base en Lisboa, la flota anglo-holandesa recaló en Tetuán. Allí, el almirante Rooke convocó un consejo de guerra para decidir dónde actuar, para no irse a casa de vacío. Tenían a tiro Cádiz, fuertemente fortificada donde ya habían fracasado los aliados en 1702, o Gibraltar, roca llave del Mediterráneo. A la sazón, la plaza estaba gobernada por el sargento mayor Diego de Salinas, con apenas unos cien soldados mal equipados, pocos artilleros y unos cien cañones en malas condiciones. Salinas había expuesto al capitán general de Andalucía, el marqués de Villadarias, el estado de indefensión en que se encontraba, pero en esos momentos las tropas franco-españolas se encontraban en la frontera de Portugal, por donde esperaban la invasión, y las pocas disponibles defendían Cádiz. Lo único que pudo hacer Salinas fue transmitir a Felipe V “la decisión de la ciudad de sacrificarse en su servicio”. En estas circunstancias, como es lógico, los ingleses optaron por la conquista de Gibraltar.

La flota se plantó ante el peñón, el primero de agosto de 1704. Cuando las condiciones de la mar fueron favorables, comenzó un furioso bombardeo sobre la población gibraltareña. Los aliados angloholandeses reconocieron haber lanzado más de 14.000 bombas en menos de seis horas. Mientras, el príncipe de Hesse-Darmstad, general del cuerpo holandés, desembarcaba con los infantes de marina en diversos puntos de norte y poniente. Los españoles resistían incluso con medidas desesperadas, como volar un fuerte (la torre de Leandro) que ya había tomado el enemigo, matando o hiriendo a más de doscientos de ellos. Mientras, una compañía de voluntarios catalanes, partidarios de Carlos de Austria, desembarcó en la costa de Levante y escalaron los acantilados hasta llegar a los fortines. Esta zona pasó a denominarse Catalan Bay.

Finalmente, la rendición tuvo lugar por causas que hoy llamaríamos humanitarias. Para librar a la población civil de horror del bombardeo, Salinas había hecho refugiarse a mujeres y niños, junto con los frailes, en el santuario de Nuestra Señora de Europa, el extremo sur de la península. Cuando vio que el lugar iba a quedar aislado, rodeado por los ingleses y sin defensa posible, ante una inminente masacre de inocentes, prefirió rendir la plaza. Era el día 4 de agosto. Se dio el hecho curioso de que, mientras el general holandés izaba la bandera del rey Carlos de Austria, el almirante inglés izó la suya propia y sus tropas aclamaron a la Reina Ana, dejando bien clarito que se quedaban Gibraltar para ellos.

De los 5.000 habitantes de la ciudad, se fueron todos menos setenta, estableciendo el municipio de la ciudad de Gibraltar en la actual San Roque, que sigue ostentando dicho título.

Cuando llegó la paz, el Tratado de Utrech (1713), por el que los ingleses reconocían como rey de las Españas al francés Felipe V, impusieron una serie de duras condiciones; una de ellas era que se quedaban con y en Gibraltar. Y nuestro primer Borbón, fundador de la actual dinastía reinante en nuestras tierras, lo aceptó sin pestañear. El trono es el trono, pensó, y si París bien valía una misa —que dijo su antepasado—, a Madrid bien le valió renunciar a un trozo minúsculo de territorio andaluz. Hasta hoy.

Y Barcelona se libró por los pelos. Qué cosas.

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