Por Mariano Valcárcel González.
Salomón, Salman, Suleimán, Solomon, Shlomo… Variantes del mítico nombre del mítico rey de los israelitas. Mítico por sus supuesta sabiduría, mítico por sus supuestas riquezas, mítico por haber sido quien construyera el primer templo de Jerusalén (y luego entraremos en este tema, que puede dar mucho de sí), mítico por su largo harén de mujeres y por sus amoríos con la Reina de Saba, mítico por sus escritos integrados en el sagrado compendio bíblico.
En fin, un rey como debe de serlo.
Empezaremos por señalar que tanta prosperidad y buen gobierno no podía tener adecuada continuación; que casi nunca los hijos merecen el esfuerzo de los padres, porque o todo lo creen ya suyo y disfrutable sin caer en tener que trabajarlo o, si son varios y en discordia los sucesores, acaban en división, destrucción y caída. Tal es lo que aconteció con la herencia salomónica, que el hombre, con ese afán de tanta mujer y concubina que se allegó no podía por menos —según se le suponía sabio— comprender que esa afición a las mujeres le iba a traer la ruina al reino.
Roboam se apoyó en la tribu de Judá y los belicosos de Benjamín para mantener el llamado Reino de Judá; y otro hermano, Jeroboam, mantuvo los lazos de las demás tribus en el llamado Reino de Israel. Total, parece ser que las tensiones económicas, más que dinásticas, marcaron esta separación. Y aprenderemos de la historia al comprobar que nada nuevo se ha inventado modernamente, que la pela es la pela y es la que lleva a los pueblos a querer separarse de los demás (Cataluña versus España).
Es de suponer que, tras la prosperidad, siempre hay cosas que quedan ocultas y luego resurgen. Por ello, no sería disparatado suponer que esa famosa tribu perdida (y muy real, como se mostró hace pocos años) en tierras etíopes, los falashas, fue consecuencia de movimientos sociopolíticos habidos en aquellos tiempos.
Llegó a la vida Salomón, de la unión de David y Betsabé, por hechos criminales de David, que no fue en vida un santo, aunque se arrepintiese. Esta ambivalencia de respeto a Yaveh, periodos de contagio idolátrico y de trato con los otros reinos de la época, es cosa normal y común por la fuerza de los hechos y las conveniencias.
Precisamente, Salomón supo aprovechar la bonanza económica de su periodo (allá el siglo diez antes de Cristo). Daba y prestaba tanto efectivo económico como de bienes y servicios, y con ello se enriquecían él y parte de sus gentes. Ayudó a Hiram de Tiro en sus negocios y empresas, tal que hasta hubo tratos con el mítico Argantonios del occidental Tartessos. Se ha escrito mucho y fantaseado más sobre esta relación de los israelitas con los habitantes de la península ibérica y «Cuando el río suena agua lleva», que diría un aficionado al refranero. Consecuencia lógica de su desarrollo económico fue el armarse hasta los dientes con la última tecnología bélica (caballería y cuerpo de carros), nombrar y deponer sacerdotes a su antojo, importar esclavos… Como se ve, nada nuevo bajo el sol, sea bíblico o agnóstico.
Con la acumulación de capital, que interpretaría un marxista, se acumularon virtudes y defectos (si es posible lo primero). El buen rey llegó a almacenar hasta setecientas mujeres oficiales, entre las que figuraba una princesa egipcia, seguro intercambio de favores con los del Nilo, y trescientas concubinas; uno se pregunta para qué leche quería este hombre tanta mujer a su alrededor, y no es creíble que las cubriese una a una cada día, si demostrado queda, por la ley de vida, que el atarearse en entender al menos a una, ya es de por sí cosa admirable.
Dicen que aquella mujer del “cuerno de África”, que se dio en nombrar Reina de Saba, acudió a la vera de Salomón por aprender de su sabiduría (le contarían lo de las dos mujeres y el niño a partir en dos). Lo más probable es que el comercio y los tratos internacionales del israelita propiciasen el encuentro interesado de los dos; no en vano se calculaban, en 14.300, los kilos de oro allegados desde Ofir, la zona de la magnífica mujer.
Y afirmamos magnífica, porque el hombre, que además de rey era poeta, le dedicó unos tórridos poemas recopilados en “El cantar de los cantares”, que las ánimas piadosas posteriores interpretaron como alegóricos y eufemísticos; nada carnales pues, y los incorporaron a los textos sagrados. Precisamente, volviendo a lo de los falashas, habrá que anotar que en Etiopía se tiene por cierta esta relación carnal y que la de Saba volvió a su tierra llevando al fruto de esta relación, que se convirtió en el primer rey etíope con el nombre de Menelik I; si encima, y tras el conflicto dinástico entre israelitas, este etíope se preocupó de poner el Arca de la Alianza a salvo, no es descabellado determinar la certeza de la emigración de esta tribu a África. Que los mismos judíos actuales lo hayan confirmado, realizando esa operación extraordinaria de trasvase de todos estos descendientes africanos, hasta tierra del Estado de Israel no desmiente, sino que afirma lo anterior (ojo, esta gente no tiene nada de tonta).
Medita que meditarás acerca de la fugacidad de la vida (claro, cuando ya estaba en el final); escribió el “Eclesiastés”, también integrado en los textos canónicos, tal vez repasando los excesos y equivocaciones de su larga vida; clásico de aquello de la “vanidad de vanidades”, aunque los estudiosos dudan de la verdadera autoría del monarca, dado que se le fecha de época posterior. También se le atribuye el “Libro de los Proverbios”, modelo de sabiduría oriental muy extendido a lo largo de los siglos, tal que hasta en la Ilustración echaron mano de sus esquemas para alumbrarnos con sus fábulas morales (Samaniego entre los nuestros).
Una última aportación salomónica estriba en su sabiduría “oculta”. Se especula con las propiedades del Templo (de Salomón), de su Sello en el que incorpora la Estrella de David y sus connotaciones mágicas. Se dijo que conocía el lenguaje secreto de los pájaros, las virtudes de la alquimia… Hasta se afirma de la existencia del Manuscrito Secreto de Salomón; manuscrito perseguido por todo el que haya querido conocer del poder y sus consecuencias. ¿No estará escondido ese manuscrito entre lo que queda de los legajos secretos de El Escorial?