Por Mariano Valcárcel González.
Ya es hora de poner los puntos sobre las íes y hablar claro sobre el problema (sea en efecto o no lo sea) de la inmigración. Se entiende, claro está, que me refiero a la inmigración proveniente de África y otras zonas subdesarrolladas o que padecen violencia extrema y perdurable y, en menor medida, a la que se da desde los países americanos.
Porque en esto de los inmigrantes siempre ha habido clases, que ni los pobres se libran de ser clasificados en niveles de más, menos o, definitivamente, de nula aceptación.
Deberíamos empezar, para una correcta interpretación del tema, en plantear definitivamente si la llegada de cantidades cada vez más importantes de inmigrantes (de forma legal o ilegal) significa la pérdida de empleos para los nacionales. Se escucha, con demasiada frecuencia y con poco análisis previo, ese mantra; es banderín de enganche para generar opciones xenófobas y racistas; y de ello se sirven quienes lo son.
¿Es que no hay empleo para todos los españoles?, ¿es que no se les ofrece?, ¿o es que conviene a muchos que ciertos empleos se cubran exclusivamente con mano de obra inmigrante? Empezando por la dificultad y penosidad de algunos trabajos, que ya de hecho son rechazados por los naturales, y siguiendo por los sueldos miserables que los empresarios están dispuestos a pagar, cuando los pagan, incluso por esos trabajos y por esas horas excesivas a las que obligan, la cuestión estriba en que los empleos son duros, precarios y mal pagados.
Habría que obligar al empresariado a revertir esta situación en aras de la empleabilidad real de trabajadores nacionales; pero me temo que hay mucho al que le conviene que siga esa mano de obra ocasional, barata, poco exigente de su derechos, amoldada a las condiciones casi esclavistas que se les proponen, en aras de su mayor ganancia. Luego es fácil despotricar contra la marea de inmigrantes que nos invade (creo que, cínicamente, parte de ese empresariado explotador forma parte del ala más xenófoba). Así que la llegada imparable de personas desesperadas potencialmente es riqueza para algunos.
También hay que aclarar que, aparte los considerandos anteriores, existen nacionales a los que realmente les viene grande el trabajar. La exigencia de cumplir horarios y normas, de cotizar, de desplazarse a lugares donde realmente hace falta mano de obra y el peligro real de perder una prestación de desempleo, asegurada por un trabajo precario y en el que ganará menos (sea por un bajo sueldo o porque los gastos comunes serán más altos generándole pérdidas), desanima a cualquiera. Y como ya he advertido que el empleador no se entusiasma tampoco, pues ahí tenemos la pescadilla que se muerde la cola del infundio universalmente admitido. El inmigrante no nos quita el trabajo, es el sistema actual de empleadores y empleados el que permite esa posible discriminación. Me temo que siempre se necesitará mano de obra abundante, barata y precaria para ciertas actividades laborales (o sea, inmigrantes).
Los economistas nos dicen que también hacen falta trabajadores foráneos para mantener las cotizaciones necesarias, que mantengan a su vez la posibilidad de mantener los servicios sociales y asistenciales básicos. E incluso para inyectar vitalidad en una pirámide de población que se cae por su base (nacimientos). ¿No es verdad que esos trabajadores inmigrantes jóvenes aportarían a las arcas, tanto estatales como de la seguridad social, el dinero tan necesario para asegurar el sistema de bienestar…? Esto apenas si se acierta a exponer de forma rotunda ante la opinión pública, saturada por el mantra anterior, que es más directo.
Cierto que, aparentemente, se les da a ciertos grupos de inmigrantes acceso a prestaciones y ayudas que, a veces, a los nacionales les cuesta más trabajo obtener; pero no olvidemos que acá ya existen grupos de ciudadanos permanentemente adscritos a estos tipos de sopa boba, con la justificación de ser grupos marginales. Que este es otro aspecto que revisar y evaluar convenientemente para que el uso y abuso de ciertos beneficios, que proporciona el estado del bienestar, no se cronifique en ciertos estratos y sectores de la inmigración como forma de vivir, sin las cargas que al común de la ciudadanía se les exigen. Una evaluación y selección de los grupos de inmigrantes es inevitablemente necesaria para determinar tanto su posible aportación a nuestra economía, como las posibilidades que tienen de integración y desarrollo dentro de nuestro territorio.
Se constata que existen estructuras mafiosas que dirigen los flujos y las actividades de inmigrantes, especialmente si son de entrada ilegal o pertenecen a redes de trata de personas. Aparte a las dedicadas exclusivamente a actividades delictivas —que no es caso de describir ahora—, las otras redes establecen el flujo y canalización de mano de obra (en concomitancia con empresarios explotadores) o de vendedores ambulantes (comúnmente llamados “manteros”) a la que explotan sin misericordia. Fenómeno triste, el encontrar en nuestras playas al sujeto que se la patea de cabo a rabo con collares, gafas de sol, vestidos veraniegos, bolsos, o gorras y sombreros, siempre ofreciendo una mercancía que a veces pasa días y días sin ser comprada (y que puede que haya tenido que pagar previamente a sus explotadores).
Estos no nos quitan el trabajo a nadie, salvo a ciertos sectores del comercio legal, a los que pueden perjudicar y es necesario proteger.
Nos encontramos en plena guerra del inmigrante por parte de los países acomodados, especialmente de la Europa blanca y rica, que nos cae de lleno a los ribereños del Mediterráneo. Italia, sin embargo, opta por la fórmula drástica del «¡Hasta aquí hemos llegado!»; y, sin embargo, somos los españoles, en Andalucía por más señas, los que recibimos un día sí y otro también pateras y pateras de magrebíes, subsaharianos y de otras latitudes; también España recibe oleadas de inmigrantes de territorios americanos (cosa que es poco relevante en Europa). No consiste en montar un ranking para ver qué zona española es más solidaria; más se hace esto por postureo que por otra cosa, para racionalizar el problema, encararlo correctamente y dar viabilidad y recursos al flujo inmigrante, a la vez que a los nacionales.
Por último, surge el tema de la adaptación y absorción del elemento inmigrante que procede de países musulmanes o subsaharianos. Choque de culturas y costumbres que se deben tener en cuenta, sin duda. Ha de primar el estado democrático y sus leyes, sin concesiones, al que se deben acoger y deben poder ejercer los inmigrantes. No se trata de la superioridad religiosa como mera argumentación, sino de la necesidad del respeto mutuo. Integrarse en los esquemas sociales, políticos, legales y culturales del país que acoge es tan necesario como procurar que se evite la creación de guetos, germen de muchos problemas posteriores (como se demuestra en Francia). La historia nos enseña cómo, en el imperio romano, los bárbaros trasfronterizos que llegaban terminaban adoptando y adaptándose a la superior cultura romana.