“Los pinares de la sierra”, 187

Por Dionisio Rodríguez Mejías.

5. La visita del letrado.

Aquella noche no pudo dormir más de dos horas. Se acostó tarde y se despertó a las seis de la mañana, con un calor húmedo y pegajoso, pero despejado. No podía apartar de su cabeza lo que le esperaba. Cuando a las ocho de la mañana llegó al despacho, abrió la puerta, y se encontró con Ezcurra vestido de segurata; le costó trabajo disimular una sonrisa. Llevaba botas de militar, pantalón azul marino, una americana de color marrón ―que le venía estrecha―, con el escudo y los accesorios de la agencia de seguridad. Pero lo más llamativo era el pistolón, que le llegaba hasta la rodilla. Saludó en posición de firmes, cerró la puerta y se quedó frente a la entrada.

En el despacho le esperaba Martina, que preguntó colocándose un mechón dorado que le caía sobre la frente.

―Oye, Paco, ¿dónde has conseguido el uniforme del culturista? ¿Es que piensas rodar la segunda parte de Río Bravo?

A Portela le hizo gracia el comentario y contestó en tono relajado.

―Se lo ha prestado Fandiño. Es de un vigilante de la discoteca y tiene que devolverlo esta misma noche. Impresiona, ¿verdad? Si las grandes empresas y los bancos tienen seguridad privada, nosotros no vamos a ser menos. ¿No te parece?

A los pocos minutos llamó Ezcurra a la puerta, acompañado de un señor de unos cincuenta años, de cara rubicunda, calvo y muy modosito, que sacó una tarjeta de visita y se la entregó a Portela.

―Buenos días, soy el abogado del señor Barroso: Ferrán Cubero, para servirles.

―Adelante, adelante ―respondió Martina, mientras Paco se marchaba y ella se quedaba a solas con el recién llegado―. Supongo que le envían para que compruebe si la documentación, relativa a la construcción del hotel, se atiene a la normativa municipal vigente sobre ampliación y mejora de edificaciones con fines urbanísticos. ¿Es así?

―Sí, señora.

Aquella mañana, Martina se había puesto un vestido negro, ceñido a la cintura ―como a ella le gustaba―, y con un escote muy pronunciado. Después de ceder el asiento al abogado, sonrió con amabilidad e hizo un gracioso movimiento de cabeza que agitó su hermosa cabellera. Estrechó su mano y se colocó detrás, rozando levemente la espalda del letrado, cuando retiraba el cenicero y los papeles que había sobre la mesa. Como todas las mujeres hermosas, era consciente de los efectos que su proximidad y su perfume causarían en el señor Cubero, y no se equivocó.

―Enseguida traigo el dosier ―dijo, saliendo del despacho con una amable sonrisa―. ¿Le apetece un café, agua quizás?

―Muchas gracias, señorita, tomaré café ―dijo con timidez, sin dejar de mirarla—.

Regresó al instante, se situó frente a él y depositó los documentos sobre la mesa. Luego volvió a inclinarse para dejar el plato y la taza con sumo cuidado, como si fueran piezas de porcelana china.

―¿Mucho azúcar?

―Dos cucharaditas, por favor.

Cuando se inclinó para servir el azúcar, al señor Cubero se le fueron los ojos a los deliciosos pechos de Martina que, soberbios y seductores, flotaban dentro del vestido. Hubo un momento en el que por la forma especial de mirarlo, creyó Cubero que lo intentaba seducir, pero enseguida desechó la idea; no tenía sentido que una mujer como aquella se fijara en un hombre de su edad. Sacó el pañuelo del bolsillo, se limpió las gafas y luego se lo pasó por la frente. No podía pensar, teniendo ante sus ojos a aquella maravilla de mujer.

―¿Tiene calor? ¿Quiere que ajuste el aire acondicionado? ―sugirió atentamente—.

―No, señorita, muchas gracias. Estoy muy bien.

―¿Está usted casado?

―Sí, señorita, ¿por qué me lo pregunta?

―Porque me he fijado en que no lleva alianza ―respondió ella con una pícara sonrisa, mientras cerraba la puerta del despacho―. Ahora lo dejo solo; si necesita alguna cosa, marque el cero y pregunte por mí, Martina Méler, para servirle.

roan82@gmail.com

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