Por Mariano Valcárcel González.
Leo que una figura del baloncesto USA afirma que la tierra debe ser plana porque él ha recorrido ese país y solo vio grandes llanuras…, lo que dice mucho de la cultura del sujeto, claro. Pero lo sorprendente es que, como él, haya muchos que afirman tal creencia. Las evidencias físicas y demostraciones científicas les resbalan; lo que ya, cinco siglos antes de Cristo, constataran los sabios griegos son mentiras o errores de los descreídos paganos. El que, en el siglo dieciséis, Juan Sebastián Elcano pudiese volver de su travesía por la ruta contraria a la iniciada, es pura invención inexistente.
Y así con otros temas que se toman y se interpretan contra toda certeza demostrada, que por mucho que se demuestre queda desplazada por la certeza de unos escritos más o menos santos y por las interpretaciones que de los mismos se hagan, según se vayan tomando capítulos, versículos y frases al pie de la letra o como nos los desglosen nuestros pastores y exégetas.
En esto de los escritos, sean bíblicos, evangélicos, coránicos, mormónicos y de diversas fuentes que manan de los anteriores o de otros veneros religiosos, hay mucho de credulidad (no ya fe) y poco de análisis y crítica a nivel del ciudadano de a pie. Y, cuando se ha establecido esa crítica o análisis, se ha caído irremisiblemente o en la anarquía religiosa o en la adopción, otra vez, de líderes que interpreten y dirijan el pensamiento de sus fieles. Además, es muy curioso que, en general, los más venerados fundadores de religiones no escribiesen estos libros, sino que fueron luego sus discípulos y seguidores quienes lo hicieron; y se acuerda, posteriormente, que son fiel transmisión del pensamiento y enseñanzas del fundador. Realmente, se entendió la necesidad de tener un cuerpo testimonial y doctrinal fijado por escrito, que se pudiese transmitir a los fieles, especialmente a los de nueva conversión, y permaneciese.
La Iglesia Católica amarró férreamente la custodia e interpretación de la doctrina contenida en sus libros sagrados, por ejemplo, prohibiendo versiones en los idiomas que no fuesen el latino (que el vulgo no sabía leer) y fijando los textos que debían considerarse canónicos y sujetos a la predicación y enseñanza por parte de teólogos y sacerdotes. No pudo, como temía, evitar que dos hechos coincidentes, la invención de la imprenta y la Reforma, expandiesen textos e interpretaciones personales o de secta y en los idiomas nacionales (que, por otra parte tampoco todos sabían leer, con lo que siempre había quienes dirigían estas creencias).
Agarrar un texto bíblico, por ejemplo, leerlo e interpretarlo según nuestra cabeza, nos da a entender que ha sido ya común entre el mundo anglosajón, especialmente en territorio americano, y de ahí han surgido variadas sectas y agrupaciones religiosas (llamadas iglesias) que, por una coma o una palabra concreta, han llegado a caminos absurdos; cualquiera, pues, se puede erigir en pastor, presbítero, obispo (ya puestos, como en El Palmar de Troya, hasta papa) y arrastrar tras sí una manada de infelices que terminan creyendo, a pies juntillas, lo que se les diga, fanatizados algunas veces.
De ese fanatismo analfabeto y acrítico, surge ese desatino del negacionismo, todavía fuerte e incluso avanzando, el de la planicie del planeta, las restricciones al uso de medicamentos tan esenciales como las vacunas o las transfusiones de sangre, el racismo, la sumisión de la mujer, etc. Se abre el libro sagrado, se eligen capítulo y versículo determinados y se lee como un mantra y al pie de la letra. Como el libro es considerado de inspiración divina, palabra de Dios (o Yhaveh, o Gehova, o Alá o llámese otra cosa), no se discute su contenido y menos su interpretación, si así lo proclama el clérigo de turno.
Entre ciertas clases sociales o grupos, sean étnicos o identitarios, proliferan personas que de un día para otro se proclaman líderes y pastores que guían a su rebaño y tras los que hay que ir sin cuestionar sus prédicas. Cuando mezclan lo antiguo con ideas nuevas, se produce tal batiburrillo y confusión (necesaria para poder ser encauzada por quien se dice preparado para ello, e incluso su fundador) que esos fieles seguidores se dejan llevar, en efecto como borregos, al matadero.
Poner en tela de juicio lo establecido por tradición, porque siempre ha sido así, porque lo han dicho o afirmado otros supuestamente con más autoridad, porque ahora alguien lo pone como doctrina que seguir sin discusión, es algo que debiera ser un ejercicio obligado en todo caso y lugar. No hacerlo así puede ser cómodo, seguro, prudente e incluso humilde (pues uno no se considera apto para tal misión), pero no nos lleva a nada solo al inmovilismo y a la cerrazón de ideas. Esto se ha demostrado históricamente, que se ha avanzado cuando lo establecido ha sido cuestionado y sí, es verdad, a veces también se ha retrocedido, lo cual es un riesgo no imperativo.
Uno se puede sentir seguro con el contenido de los libros de su creencia (y su interpretación), incluso sentirse confortado y encontrar respuestas a sus circunstancias personales y al transcurrir de su vida; eso es inevitable también y no criticable; que cada cual es muy libre de buscar respuestas y consuelo donde tenga menester. No siempre (me atrevo a creer que en pocas ocasiones) el prosaísmo de la vida cotidiana y sus mensajes son aptos para auxiliar a un alma confundida o torturada; muy al contrario. Por eso, quienes indican que la religión y sus fundamentos son más que necesarios vitales, llevan razón desde su punto de vista. Ahora, afirmar que solo y exclusivamente es el camino que discurrir, si queremos vivir con cierto equilibrio de alma y de mente (e incluso con felicidad), es demasiado presuntuoso.
Por mi parte, no dejo de encontrar verdaderas contradicciones, disonancias, oscuridades, excesos en unos textos que no creo sean inspirados por ninguna deidad (menos escritos por la misma), pero sí engendrados de acuerdo a ciertas circunstancias culturales e históricas y que, en su momento, servían como guías (tanto religiosas como judiciales y de organización social) a determinados pueblos para preservarlos de las influencias de otros, entre los que podrían irremisiblemente desaparecer.
Un ejemplo reciente en la historia del libro de doctrina, que se toma tanto inspirado por la divinidad como guía para los seguidores del mismo, es el llamado Libro del Mormón. Libro que nadie ha visto tras su supuesta aparición y entrega, allá en Estados Unidos, a un tal Joseph Smith en el siglo diecinueve.
Y es que así se ha generado todo, tanto anterior como posteriormente.