Por Dionisio Rodríguez Mejías.
7.- “Martini…, Rojo”.
Empezó su discurso diciendo que el presidente de una compañía no solo está para firmar cheques u “optimizar” la cuenta de resultados de sus empresas ─la palabra “optimizar” la repetía a cada momento─, sino para escuchar las sugerencias del mejor activo de la entidad: su personal humano.
Al oírlo, el personal que ocupaba las primeras filas inició una ovación y, al instante, se sumó a los aplausos el resto del personal.
─Ningún plan estratégico de marketing ─siguió diciendo el señor Triquell─ hace que las empresas sean rentables y optimicen sus beneficios. Eso solo se logra con el potencial de sus recursos y el apoyo de toda la plantilla. Somos un equipo: directivos, ejecutivos y accionistas, compartimos un mismo destino, y somos responsables de los éxitos y fracasos de Edén Park.
Hasta aquí todo iba bien; los problemas empezaron cuando el conferenciante anunció que se reduciría la superficie de las parcelas y se venderían al mismo precio, para “optimizar” la rentabilidad. Un runrún se extendió por la sala y el señor Triquell dedujo que una parte del personal no había entendido el alcance de la propuesta. Pidió silencio y amablemente descendió a los detalles.
─Señores, quiero anunciarles que hemos vendido un sesenta por ciento de la finca y que nos queda por comercializar la mejor zona, la más llana y mejor situada. Pues bien; la medida que propongo es que, en vez de ochocientos metros cuadrados, las nuevas parcelas tengan cuatrocientos cincuenta, y se vendan al mismo precio que las anteriores. ¿Qué les parece?
Aumentaron los murmullos de desaprobación y con meridiana claridad se oyó una voz procedente del fondo de la sala: «Eso es como intentar vender un Seiscientos al precio de un Mercedes».
Los cuchicheos dieron paso a las risas, y éstas a un silencio tan denso, que se podía cortar. Pero Triquell -que, como todos los embaucadores, era amante de la lucha cuerpo a cuerpo- llamó al estrado al responsable del comentario, que entre las risas de sus compañeros, avanzó por el pasillo central hasta llegar a la tribuna. Era un chico alto y bien parecido, aunque con evidentes deficiencias en el atuendo: llevaba flojo el nudo de la corbata, los picos del cuello de la camisa sobresalían por encima de las solapas de una chaqueta que le venía grande, y llevaba los zapatos bastante sucios.
Haciendo gala de una calma infinita, el señor Triquell respondió amablemente.
─Muy bien, muchacho. ¿Nos quieres decir cómo te llamas?
Con una sonrisa y seguro de sí mismo, el chico respondió con serenidad.
─Martín; me llamo Martín, pero todos me llaman “Martini Rojo”.
Se oyeron risas entre los asistentes y el presidente continuó el interrogatorio.
─Y, ¿vendes mucho, Martín? ¿Te consideras un buen comercial?
─Depende, señor. Yo solo le vendo a gente normal; a las personas cuya situación económica se lo permite; y últimamente solo acompaño a jubilados, viudas, y parados.
─Muy bien, Martín, y además de acompañar a jubilados, viudas y parados ¿en qué trabajas? ¿A qué te dedicas?
─Soy mensajero, señor. Bueno, eso, desde que me echaron de la oficina.
─¿Te echaron de una oficina? Y, ¿por qué te echaron, si se puede saber?
─Por participar en una manifestación a favor de los presos políticos y quemar una fotografía.
─¿Por quemar una foto? Un poco extraño, ¿no? Y, ¿de quién era la fotografía?
─De Franco, señor.