“Los pinares de la sierra”, 97

Por Dionisio Rodríguez Mejías.

5.- El truco.

Esta vez no fue murmullo, sino griterío, escándalo, algarabía y alteración del orden público. Para evitar suspicacias, el señor Bueno fue mostrando a todos el boleto de los afortunados, llamando la atención hacia el corazón atravesado por la flecha y las letras RC junto al nombre de Fandiño y la señorita Claudia. Con habilidad propia de un prestidigitador y con una papeleta duplicada, bastó un simple escamoteo para ocultar el boleto que le entregó la niña detrás de la carpeta, y mostrar el que tenía oculto entre los dedos de la otra mano. O sea, el de Claudia y Fandiño, que -rebosantes de alegría- llevaron el aparato al autocar con rapidez y aquella misma tarde volvió al armario del señor Bueno, donde quedó guardado y listo para el sorteo de la semana siguiente.

Una vez en Barcelona, Soriano acompañó a María Luisa y a sus invitados, y el resto acabamos de pasar la tarde en Los Intocables, bebiendo cerveza, tomando salchichas con tomate y comentando el genial escamoteo que había hecho el señor Bueno, a la vista de todos. A medida que aumentaba el número de cervezas, la atmósfera se llenaba de risas, voces y humo de cigarrillos. Paco, aficionadísimo a las artimañas y a los trucos de magia, cogió una servilleta de papel, la dobló cuatro veces, la escondió en el hueco de la mano izquierda y le pidió al camarero la carta de vinos. Ocultó la servilleta entre la yema de los dedos de su mano y las tapas de la carta, y le pidió que firmara una servilleta y que la doblara cuatro veces. Las risas iban subiendo de tono y el resto de clientes lo observaba con cierta envidia y evidente buen humor. Paco cogió la servilleta firmada, la pasó por el dorso de la carta y la cambió por la que tenía oculta en la otra mano. Le dijo que soplara, desplegó la servilleta y, milagrosamente, la firma había desaparecido.

―Siempre lo he dicho ―afirmó entre risas, el señor Bueno―: la venta es el arte más parecido a la magia y al teatro. Solo son necesarias unas gotas de fantasía, para que los sueños más fabulosos se conviertan en realidad. Basta un actor con imaginación y alguien que mire con la atención e ingenuidad de un niño.

Velázquez y la señorita Claudia le escuchaban muy atentos, y se identificaban con sus palabras como el resto del equipo.

―Señores, la venta es la profesión que más se asemeja a la picaresca; una tarea tan vocacional y comprometida como el sacerdocio ―continuó el señor Bueno―. La vida del vendedor, al igual que la del pícaro de antaño, está marcada por el ingenio, la astucia y la trampa ingeniosa. Para ciertas clases acomodadas, pícaros y vendedores forman parte de una sociedad marginal a la que no se valora, porque sobreviven al margen de los códigos impuestos por esas mismas clases, y representan la oposición al ideal de un colectivo corrupto y comodón. Mientras que para una gran mayoría de la población, el trabajo es una forma más o menos aburrida de ganarse la vida, el patrimonio del vendedor es su libertad; una libertad determinada por sus escasas necesidades existenciales.

―En eso lleva toda la razón ―afirmó Paco―. ¿Quién aguantaría los sermones de su jefe, después de doce horas de trabajo? Porque, no sé si sabéis que ya son las siete de la tarde, y estamos aquí, charlando sin prisas, como si no tuviéramos ni casa…, ni novia.

―Para mí, la venta ―dijo Arumí― es algo parecido a una droga.

―Lo mío se parece más a lo que sienten los curas ―apuntó Paco―. Bueno, cierta clase de curas. ¿Sabéis que en el Campo de la Bota vive una comunidad de escolapios en las mismas condiciones de pobreza que las familias de etnia gitana? O sea, durmiendo en el puto suelo de una barraca. A esos curas me refiero. Será porque les pone ¿no? Al fin y al cabo, los párrocos de pueblo viven tranquilos con sus misas, sus limosnas…, en fin, cosas que vacilan un montón y que se entienden, porque tienen una lógica. Pero ¿los misioneros? ¿Qué sacan los misioneros? En el mejor de los casos, la conversión de un puñado de jóvenes que colaboren con ellos en su misión pastoral; pero se exponen a que se los coman los caníbales o los leones. ¿No? Misterios insondables de la mente humana.

―Yo tuve un compañero ―dijo Arumí―, hijo de una rica familia barcelonesa, que no vendía por dinero, sino por percibir esa viva emoción que sentimos al cerrar una operación difícil. Luego, le daba a Cáritas las comisiones.

―¿Lo veis? Lo que yo digo: igual que los misioneros.

Entre anécdotas y enunciados filosóficos, charlábamos, reíamos y bebíamos cerveza, mientras buscábamos el triunfo fácil a base de engaño y marrullerías.

─El vendedor de raza ─siguió diciendo, Paco─ se distingue del aficionado en que no disfruta cuando alguien le compra, sino cuando debe echar mano del truco y la artimaña. Eso no quiere decir que sea mejor ni peor persona, sino que los vendedores somos como los deportistas: solo valoramos la victoria, si va precedida de un esfuerzo sobrehumano.

―Es tan cierto eso que acabas de decir ―afirmó el señor Bueno―, que mi primer jefe de ventas ―un hombre que tenía más de sesenta años cuando yo empezaba en la profesión―, recordaba con absoluta claridad el nombre y los apellidos de sus clientes; pero no de los últimos, como hubiera sido lógico y natural, sino de los primeros; de los que le habían comprado hacía más de cuarenta años, y a los que, desde entonces, no había vuelto a ver. Señores, ¿qué les parece? ¡El nombre y los dos apellidos! La memoria es el soporte en el que descansa lo que hemos sido, lo que somos y lo que queremos ser.

roan82@gmail.com

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