Por Mariano Valcárcel González.
Los jueces bíblicos constituyeron una solución, un parche conceptual ante la disyuntiva que se imponía de nombrar un rey (pero el único rey era Yahveh) para domeñar las ariscas tribus de Israel. Todos los pueblos que los rodeaban tenían sus reyezuelos, a la vez vasallos o sometidos a las grandes potencias de aquellas zonas del Oriente próximo, fuesen asirios, persas, egipcios o los que luego llegaron con Alejandro Magno.
Que estos israelitas eran unos bárbaros de poco fiar lo demuestra su propensión a quedarse con lo que pillaban de los otros que los rodeaban; porque los otros, fuesen madianitas, amalecitas o filisteos, también iban al pillaje como moscas a la miel. Pero los descendientes de Jacob tenían merecida fama.
Así que en esta tierra de nadie, que siempre ha sido el espacio entre el Sinaí y los montes del Líbano, pululaban tribus y clanes más o menos numerosos en perpetua guerra unos con otros. O alianzas, como ahora. Es que imprime carácter, este medio físico; se ve.
En tiempos de los jueces, ya se iban por el cuarto fallecido y necesitaban otro o eso creían que les ordenaba Yahveh, o Geová, o ese dios único que quería imponerse sobre los variados que se exhibían por los alrededores, más evidentes, con sus estatuas de colorines y metales preciosos que no tenían ni comparación ante el huidizo y soso (y no visto, sino por unos cuantos) de los israelitas. Por eso, los arriscados hebreos, más en lo de las ovejas que en los cultivos, envidiaban a los otros y se arrimaban a dioses tan pintureros como Baal.
Aquí es donde entra nuestro hombre, de nombre Gedeón.
Estaba el hombre ocultando su cosecha, para que los de Madián no se la cobrasen cuando un enviado divino, ángel celeste por más señas, se sentó bajo una encina a esperar que terminase (no era tonto el ángel; que meterse en curro no era lo suyo, ni digno de su embajada); y, en cuanto lo hubo hecho, le hizo unas señecillas con los dedos de la mano derecha, para que se acercase al árbol. Ante el requerimiento de tan agraciado mancebo (pues hemos de suponerlo así), obedeció el rústico y oyó de las palabras del forastero que el Dios único lo había elegido como nuevo juez para luchar por Israel y su patrón.
—¡Tate! —le respondió—. ¿Y cómo sé yo que eres enviado divino? —que el tío era desconfiado—.
—Pues me preparas un sacrificio y te lo demuestro, gañán.
El ángel, como veía que el otro no le hacía los honores de la hospitalidad debida y no había señal de comer, procuró que los elementos del sacrificio fuesen viandas aptas para una opípara manduca; vamos, un menú del tiempo en condiciones. Puso Gedeón la comida preparada en una mesa de piedra, a modo de altar, y el ángel —que nada por aquí, nada por allá— alargó su bastón y flambeó la carne sin encender el mechero, ni echarle coñac en apariencia.
Mudo quedó el futuro juez y más, cuando el embajador divino se zampó de buena gana el guiso y la carne.
—Y ahora vas, melón —ya que has visto lo visto— y te cargas ese altar de tu padre y compañía del dios Baal y la diosa Asera, que ya me revientan y, además, ¡lo mal que están hechos, leñe!
Diligente anduvo y dio al traste con el tingladillo pagano, aunque sus paisanos no las tenían todas consigo; que los dioses son los dioses y nunca se sabe… Y su padre (que ponía, a lo que se vio, un altar al dios y otro al diablo), lo único que dijo fue que ya lo pagaría, ya… Y, desde entonces, lo apellidaron Jerobaal, o sea, ‘te vas a enterar’.
También le dijeron “el Destructor”, supuestamente por este derribo. Y para celebrarlo y calmar los ánimos, que se cargaron un toro del patrimonio familiar. La cosa marchaba.
Pero Yahveh quería acción y se lo propuso al nuevo caudillo israelí. Había que dar un buen escarmiento a los amalecitas y, de paso, cogerles un buen botín, que estaba la cosa chunga.
Oreb y Zeeb, los reyezuelos enemigos, campaban a sus anchas por la tierra de Ofá, la de Gedeón, y nadie se les ponía por delante; y cuando lo hacían, como los de Jacob, no andaban muy unidos: tenían las de perder; eso lo sabía nuestro hombre, que había perdido ya a dos hermanos en las escaramuzas. Más los atacaban, cuando se empeñaban en aquello del único dios; y ahí, sí que había sus más y sus menos con los sacerdotes paganos, ávidos como toda casta sacerdotal de donaciones y privilegios. Por eso, el astuto Joás, su padre, se erigió en sacerdote de esas divinidades, hasta que su hijo le derribó el retablillo. Se ve que, como pasa ahora en algunas sectas o iglesias cristianas, cualquiera se puede nombrar reverendo, pastor y hasta obispo (que no es poco).
«Pues mira Gedeón; que te prepares para ir a la guerra, que ya es hora», le dijo Dios perentoriamente; pero la vena desconfiada (y tal vez hasta incrédula) del de Manasés, que esa era su asignación tribal (tribu, por otra parte, que quedó olvidada con el tiempo), le empujó a hacer otras comprobaciones de la autoridad y potencia de esta divinidad única y exclusiva del pueblo de Israel.
Dios, que -por otra parte- sabían que les sacó antaño de Egipto, vía Moisés, y un tour por el Sinaí; y quien les había prometido que se adueñarían de todo Canaán (con lo que se ve que no se contaba era con los que allí vivían, que no se dejaban ocupar ni deportar). Por eso, las tribus andaban algo dispersas y desunidas, cada cual a lo suyo y a sobrevivir entre los demás; y, si hacía falta, rezar a sus dioses y mezclarse carnalmente con sus hembras (que era lo mejor).
Y Gedeón, “el Destructor”, pensó en la forma de probar a su Dios. Era valiente el tío, o un inconsciente; que lo podía haber fulminado (como a otros) en un plis plás.