Por Dionisio Rodríguez Mejías.
5.- La tentación.
Al quedarnos solos, Paco me miró con descaro y me preguntó con una sonrisa.
―Y tú, ¿piensas pasarte la vida haciendo números, por un sueldo de miseria?
―¿Qué quieres decir?
―Pues que ya tenemos una edad, que llevas un tiempo en el Banco Ibérico y que habrás observado cuántos negocios y cuánto dinero mueven los clientes. O sea, que, si yo estuviera en tu caso, pensaría que había llegado el momento de ampliar horizontes y probar suerte en otras actividades empresariales, para no desperdiciar una magnífica oportunidad.
―Perdona, pero no acabo de entender adónde pretendes llegar.
―Pues hombre, que me pregunto con frecuencia, cómo es posible que una persona inteligente y brillante, como tú, pueda resignarse a quemar su juventud haciendo cálculos, soportando los empalagosos reproches de su apoderado y renunciando a su futuro.
―No sé a qué te refieres. Todo el mundo sabe que en el banco hay un porvenir.
―¡Bonito porvenir!
―Hombre, cuando termine la carrera ascenderé de categoría y me subirán el sueldo. Ya lo verás. Los bancos siempre necesitan gente preparada.
―Estoy seguro de que será así: entonces te casarás con la primera chavala que te guiñe un ojo, comprarás un piso a plazos y después un Seiscientos; te cargarás de hijos, buscarás un pluriempleo y por las tardes llevarás la contabilidad de una empresa ruinosa. ¿Es eso lo que quieres? ¿Llegar a casa a las diez de la noche y levantarte a las seis de la mañana? Y, cuando el dinero no te alcance, colocarás tus hijos de botones para que, cada mañana, le lleven el desayuno al apoderado y al señor director. ¿A eso aspiras? ¡Ah! Y cuando cumplas sesenta años, tus compañeros te entregarán una placa, pagada a escote, dirán que has sido un trabajador abnegado y ejemplar, y te echarán a la puta calle sin contemplaciones. ¿Vale? ¿Esa es la vida con la que sueñas?
No sabía qué decir; era como si una mano invisible me impidiera articular los sonidos que pretendía pronunciar. Cuando al fin lo conseguí, traté de escoger con sumo cuidado las palabras.
―Vale, Paco, si piensas seguir dándome ánimos, cogemos el ascensor, subimos al ático y nos suicidamos juntos. ¿Qué te parece? Trabajar en un banco es el sueño de muchos jóvenes de nuestra edad. Yo procuro entender lo que me dices, pero me cuesta trabajo comprenderte. Los dos hemos recorrido un largo camino hasta llegar aquí y, ahora, cuando tenemos al alcance de la mano terminar una carrera de cierto prestigio, no puedo aceptar que pretendas quitarle importancia a todo lo que hemos conseguido. Hablemos claro, ¿qué me quieres decir?
Antes de seguir me miró con los ojos radiantes de alegría ―tanto por el proyecto que me iba a exponer, como por los cubalibres que se había tomado con Eduardo Villa―.
―Pues que tú eres una persona con muchas cualidades para la venta. Lo dice el señor Bueno, que de eso sabe un rato. O sea, que me gustaría que vinieras a Edén Park y siguiéramos juntos. Aunque no lo creas, tenemos los requisitos necesarios para triunfar: buena presencia, cultura, formación… No podemos fracasar; al contrario, estoy seguro de que conseguiremos reunir una fortuna. Nos dedicamos unos años a la venta y, cuando tengamos una suma respetable, montamos un negocio y a vivir. Que hasta ahora no hemos vivido, tío. Tanto tú como yo, solo nos hemos dedicado estudiar y trabajar. ¿Sabes una cosa?