Por Dionisio Rodríguez Mejías.
CAPÍTULO II
Llegué al banco poco antes de las doce y encontré sobre mi mesa una nota del señor Manubens.
─¿Se puede…? ―pregunté desde la puerta de su despacho–.
─¿Qué hay, jovencito? ¿Sabe qué hora es?
Jovencito era el título que el apoderado del banco nos daba a sus colaboradores.
─Sí, señor. Recuerde que ayer le pedí permiso para asistir al entierro de un familiar, y el acto se ha alargado más de lo previsto. ¿Desea usted alguna cosa?
─Haga el favor de traerme los últimos balances de “Martínez y Tejedor, SL”.
─Sí, señor.
Salí del despacho, cogí la carpeta del cajón, la deposité sobre su mesa y me quedé de pie, a la espera de respuesta. Se ajustó las gafas, abrió el estudio con aspecto pensativo, como un jugador de ajedrez que valora un importante movimiento antes de hacerlo, permaneció unos minutos en silencio, y luego me miró con aquella sonrisa tan amable, que sabía poner cuando las cosas salían a su gusto.
─Muy bien, muy bien, jovencito ─reconoció con benevolencia, al contemplar las cifras de la última página del balance─. ¿Está seguro de que el beneficio sobre la inversión es de un cuarenta y tres, con setenta y dos por ciento?
─Sí, señor, y sobre venta un treinta y ocho, con seis. Lo he repasado varias veces.
─Muy bien, muy bien. ¿Ha tenido en cuenta el importe de las escrituras, honorarios de facultativos, impuestos locales, seguros…?
─Por supuesto, señor. Están incluidos en el estudio.
─Estupendamente.
Centrado en la cuenta de resultados, no reparó que seguía en pie delante de él y, al levantar la vista del documento y verme inmóvil ante él, me preguntó.
─¿Desea alguna otra cosa?
─No, señor; únicamente, preguntarle –si usted me lo permite– el tiempo que debo descontarme de la jornada de hoy.
─Señor Aguilar; si antes le he solicitado qué hora era, ha sido porque imaginaba su pregunta. El banco le permite ausentarse cuando lo solicita; siente mucho las numerosas desgracias que usted ha de soportar a lo largo del año, y no le parece mal que estudie y que tenga deseos de prosperar. Pero lo que yo no puedo permitir, como apoderado de esta oficina, es que cobre las horas que no trabaja. ¿Lo entiende? Cuando termine la carrera, tenga por seguro que yo, personalmente, seré el primero en felicitarle; pero mientras tanto, debe hacerse cargo de nuestra situación y la humanitaria preocupación que demuestra el banco por sus empleados. ¿Pretende cobrar unas horas que ha dedicado a su exclusiva utilidad?
─No señor; pero yo había pensado que…, al menos, media jornada…
─Mire, Aguilar; me cuesta mucho comprender su falta de generosidad y su egoísmo, después de todo lo que ha aprendido y sigue aprendiendo en esta casa. Ande, vuelva al trabajo y ya hablaremos a fin de mes.
Regresé a mi mesa, ordené los papeles que me habían dejado en la bandeja, durante la mañana, y fui anotando los asientos contables, partida por partida.