Por Dionisio Rodríguez Mejías.
4.- Un golpe de rabia y celos.
Santamaría nos había engañado a los dos. Le mandó decir a Mari Luz que estaba de viaje, pero no era verdad. La estaba esperando para seducirla con sus mentiras. Al recordar las humillaciones que tuve que aguantar, mi cerebro hervía con un odio irrefrenable. Lleno de rabia y de celos, abrí el capó, cogí su equipaje y lo tiré en medio de la acera. Era una locura tan cruel, que aún me da miedo recordarla.
—Berto, no te enfades, por favor. Después de lo que te he hecho, no puedes quererme. Yo soy una mierda, ¿no lo ves? Lo he pensado muchas veces. Tú no me conoces; no sabes hasta dónde puedo llegar; y, si viviéramos juntos, acabarías por odiarme. Te quiero mucho, eres genial, pero él lo deja todo por mí. Compréndelo. Tengo que darle una oportunidad…
—¡Vete a la mierda! Vete de mi vida, para siempre… ¡Vete a la mierda, de una puta vez!
—No te lo tomes así; si Luis no estuviera, creo que tú y yo podríamos… Lo siento. Dice que si algo necesitas, se lo pidas. En serio. Está dispuesto a ayudarte ¿De acuerdo? Lo siento, Berto, lo siento de verdad. No te enfades.
Me besó en la mejilla y se agachó, llorando, a recoger las bolsas de la acera. Al verla, sentí pena; me incliné, tomé las bolsas del suelo con intención de meterlas en el coche; pero, en ese preciso instante, pasó junto a nosotros Santamaría, abrió la ventanilla del Mercedes, se llevó el dedo índice a los labios, miró a Olga y dijo sonriendo:
—¡Hasta pronto, tesoro!
Luego me miró y, antes de arrancar, dijo sin dejar de sonreír.
—Chico, ¿por qué no llevas el equipaje a la pensión?
No pude contenerme. Dejé las bolsas en el suelo, eché la chaqueta en el asiento de detrás y subí al coche. Olga se aferró a la ventanilla y trató de detenerme; pero, en esta ocasión, no estaba dispuesto a ceder. Arranqué el coche y ella se quedó en la acera, al lado de las bolsas, llorando en medio de la marea de gente que pasaba a su lado y la miraba con pena.
Salí disparado tras el Mercedes: primera, segunda, tercera y gas a fondo. Conducía como un loco. No tardé en divisar el coche de Santamaría, que, al verme, aumentó la velocidad. Si conseguía cruzar mi coche delante del suyo, no tendría más remedio que dar la cara. Conduciendo a todo gas, buscaba un hueco para cerrarle el paso y obligarle a parar. A ver si, cuando bajara del coche, era capaz de mantener su chulería. De cuando en cuando, frenaba para evitar colisionar con los otros vehículos y, al oír el chirrido de los neumáticos, algunos conductores aminoraban la marcha por miedo a verse implicados en un accidente. Pero yo no abandonaba la persecución.
Salió de la plaza, continuó por el lateral de la avenida Diagonal, en dirección sur, y, en la calle Ganduxer, giró bruscamente hacia la derecha. Yo no me separaba de él, esperando la ocasión de colocarme delante de su coche. Al llegar a la plaza de San Gregorio, frenó en seco, encendió las luces de emergencia y giró hacia Santa Fe de Nuevo Méjico. Confieso que no lo vi llegar. De pronto, se cruzó una moto delante de mi coche. Frené, di un giro brusco de volante, pero no pude evitar el encontronazo: el muchacho salió despedido y fue a caer junto al bordillo de la acera. Se levantó chorreando sangre, y vino hacia mí, llamándome loco e hijo de puta. No sé lo que me pasó por la cabeza. Por muy buenos sentimientos que se tengan, hay veces que uno se transforma en un salvaje y es capaz de cometer cualquier disparate. Hecho una fiera, con la cara ensangrentada, el motorista se lanzó contra mí y nos enzarzamos en una pelea callejera.