Por Dionisio Rodríguez Mejías.
2.-Una espera insoportable.
Tomé el incidente como un aviso, la besé en la frente y, a partir de entonces, conducía con tanta prudencia que los demás coches nos adelantaban por la derecha y por la izquierda. Habíamos escapado de Santamaría, y ante nosotros se abría un futuro nuevo y prometedor.
—Olga, ¿estás tranquila?
—Sí; estoy muy contenta. ¿Por qué me lo preguntas?
—Porque no tendría sentido que te preocuparas. Aquí no tenemos nada, nadie nos echará de menos y yo te amaré siempre. ¿No lo comprendes? ¿No entiendes que lo eres todo para mí?
—Berto, eso que dices es maravilloso —dijo abrazándose a mí como una niña—.
—Y, a partir de hoy, nunca estarás sola.
Pensé que debíamos formalizar nuestra relación y casarnos lo antes posible, pero no dije nada. La tarde palpitaba de alegría, con las luces del árbol plantado en medio de la plaza y los rótulos luminosos que coronaban edificios y almacenes. En el aire, flotaba un lejano rumor de villancicos que escapaba de los establecimientos; y, en la calle, un incesante caudal de gente circulaba por las aceras, cargado con montones de paquetes, envueltos en cintas y papeles de colores.
—Qué ciudad tan hermosa —dije como si hablara conmigo mismo—.
Todo era agitación, carreras y alegría. Se abrió el semáforo y, con enorme dificultad, conseguí dejar el coche frente al número 477 de la avenida Diagonal.
—Hemos llegado.
No pude evitar hacerle una advertencia, mientras bajaba.
—Olga, mira qué hora es y tenemos muchos kilómetros por delante. No tardes, por favor. Si ese miserable no quiere darte el dinero, no te preocupes; saldremos adelante. Lo importante es estar juntos. Por favor, no tardes; en estos días, el tráfico está imposible. ¡Por favor!
—Vale, vale… Que no soy una niña.
Entró en el vestíbulo y yo me senté en el coche, encendí un cigarrillo y puse la radio. Estaba muy inquieto. Para no molestar a los otros conductores, subí a la acera el lateral derecho del vehículo y bajé las ventanillas para controlar las escaleras de entrada al edificio. A cada momento, miraba al reloj. ¿Cuántos cigarrillos me fumé? ¿Cuatro, cinco? Eran las seis y cuarto. ¿Cuánto tiempo hacía que la esperaba? Bajé del coche y me puse a pasear por la acera, nervioso, como si me acosaran, como si tuviera miedo de no volver a verla. Al ver que en mi coche no había nadie, algunos conductores tocaban el claxon. Sólo me faltaba que viniera un urbano y me obligara a llevármelo de allí.
Seguía mirando al reloj a cada instante, pero Olga seguía sin aparecer. Pensé subir a la clínica, aprovechando que Santamaría estaba de viaje; pero no me atrevía a dejar el coche, cargado con nuestros equipajes, por si se lo llevaban los de la grúa. Intentaría llegar a Zaragoza; pero, si se nos hacía tarde, podíamos pasar la noche en Lérida o Fraga. Preguntaría por una fonda y dormiríamos cada uno en una habitación. Metí la mano en el bolsillo de la chaqueta y allí estaba la bolsita de piel con el anillo, que había comprado por la mañana. De cuando en cuando, me parecía que alguna de las chicas que salían del vestíbulo podía ser ella y respiraba tranquilo; pero, al acercarse, comprobaba que me había confundido.