Por Mariano Valcárcel González.
Leer autores pasados, además de placentero (y justo para con ellos) a su vez nos proporciona sorpresas. Una es constatar que ya nos escribieron sobre cosas que ahora nos parecen novedosas.
Me ha sucedido, por ejemplo, al leer a Josep Pla en su crónica sobre el advenimiento de la República. Sin olvidarme de su conservadurismo y arrime al ganador, ello no merma un ápice la precisión y clarividencia con las que juzgó los primeros instantes de la tan ansiada República; algunos de rabiosa actualidad.
Pero el motivo que me anima a escribir estas líneas es la sorpresa que me he llevado al leer la novela de Max Aub, “La calle de Valverde”.
Creo recordar que Muñoz Molina hizo un profundo trabajo sobre el autor mencionado, por motivo del ingreso, en la Real Academia de la Lengua, del ubetense (corríjaseme si me equivoco). ¿Qué le pudo llamar la atención?
Max Aub creo que no cuadraba con las clasificaciones (que si los del 98, que si los del 27), que vivió literariamente hablando el tiempo de la Dictadura de Primo de Rivera (donde sitúa, precisamente esta novela), la República y Guerra Civil y el exilio (en el que murió). Era políglota y bastante culto; no en vano procedía de una familia burguesa entre alemana y francesa. Por circunstancias, hubieron (su familia) de asentarse en el Levante español. El padre, viajante; trabajo que también tuvo el mismo Max Aub. Conocía bastante bien la geografía hispana.
Como republicano socialista penó en los campos del exilio y, al final, se afincó en México.
Bueno, ¿y qué me llamó la atención en la novela citada..? Pues la mención que en la misma se hace de Úbeda.
Primera Parte‑Capítulo 1: …siempre de aquí para allá, la feria de Alcoy, la de ÚBEDA, de la de Astorga a la de Tortosa… (se refiere al trajín de los actores de teatro por provincias).
Tercera Parte‑Capítulo 3: …tras ganar tres flores naturales, en Alcoy, ÚBEDA y Villena… (aquí se trata de un escritor de los que andaban por Madrid).
Aunque lo más sabroso es el siguiente diálogo, del mismo capítulo (lo sitúa en tertulia de café, de las tantas de Madrid):
—¡Hombre, Sindulfo! Bello decía que te habían metido en la cárcel.
—No, hombre, fui a ÚBEDA.
—¿Huyendo de la quema?
—No, hombre, me invitó Quintín.
(…)
—¿Y qué tal ÚBEDA?
(…)
—¿Has estado en ÚBEDA? —pregunta al hablador, desde lejos, un joven alto, gordezuelo, fino, oloroso, afectadísimo, elegante de verdad, desparpajoso, con acento “muy de Madriz”—.
—Es verdad, que eres andaluz.
—Y de ÚBEDA.
(…)
—¿Qué cuentan por el casino de ÚBEDA?
—¿Cuál? ¿El de los señores o el de la Unión que, como su nombre indica, es de todos?
—Tú tienes tierras por ahí.
—Yo, no. Mi tío Germán.
—Entre cinco lo poseen todo —explica Sindulfo—. Millonarios que sólo saben divertirse en juergas, en los cortijos; eso sí, con público. Venga a beber, beber y ver bailar, cantar y sin cantar. Y los peones alrededor, mirando.
—Ya les darán…
(…)
—A las seis de la mañana, en la plaza de ÚBEDA, se reúnen diez mil hombres.
—Ya será menos —apunta Domenchina—. No caben.
—Y doce mil, también —asegura Valle‑Inclán—. Es enorme. Napoleón revistó allí un ejército entero.
—Esperan que los capataces los vayan contratando. A medida que sale el sol, los jornales bajan. A media mañana, ya se puede uno llevar a la gente por sólo la comida. En general, todos se mueren de hambre.
—¿Y tú qué hacías? —pregunta Rivas Cherif—.
—En el Casino, hasta las dos de la mañana, hora de acompañar a Ramón Montilla.
—¿Sigue viviendo en “Las Adelfas”? —indaga Rebolledo—.
—Sí, más corte que cortijo. Allí no falta de nada. Fetén. La primera noche me llevé el susto de mi vida.
—No será tanto. ¿Qué pasó?
—Iban saliéndonos unos hombres al encuentro. Y no es luz la que sobra. “—Mire, don Ramón…”. “—Don Ramón, usted dispense…”. Él se paraba, cuchicheaba con ellos, luego indefectiblemente se llevaba las manos al bolsillo, sacaba unas monedas y adelante. A los cien metros, otros, y lo mismo: “—A la paz de Dios, don Ramón…”. “—Don Ramón, con permiso”. Así, cada noche, seis, siete, ocho encuentros.
—Pero, don Ramón —le dije—, esto es un atraco…
Ahora Rebolledo sonríe.
—Sí, no te lo niego —me contestó—, pero es más barato que aumentar los jornales.
Luis Bello saca sus consecuencias.
¿Y nosotros, las sacamos aún?