“Made in” Safa (y 2)

Por Jesús Ferrer Criado.

El colegio es una pequeña ciudad cerrada y amurallada como una fortaleza medieval, como un gran monasterio; tiene huertas y granjas, y talleres, y campos de deporte y su propia iglesia y carreteras interiores que los comunican. Aquí vive más gente que en algunos de nuestros pueblos, y está más limpio y los servicios tienen agua corriente, y todas las dependencias están bien iluminadas, y no hay desorden ni jaleos. Disciplina y trabajo.

Los cuatro recreos del día nos permiten bromear con los compañeros. Han venido de pueblos que ni has oído nombrar y te hablan de ellos casi siempre presumiendo, como si fueran de su propiedad. Presumen de un castillo, de un pantano, de una sierra, del río, de los olivares… Presumen hasta del frío que hace.

Incluso en los recreos, se impone la disciplina. Es imperativo participar en algo. Tienes que moverte y se forman equipos de fútbol y de baloncesto para que estés activo y te desfogues. Las liguillas y las rivalidades deportivas entre cursos nos van dando espíritu de equipo. Se nos exalta el compañerismo y la deportividad.

Todo lo que te rodea va conformando un mundo que no hubieras tenido jamás en tu pueblo y te va haciendo cada vez más diferente a los quedaron allí.

De alguna manera, y a pesar de la disciplina, te vas encariñando con el colegio y quieres seguir. Te quedas mirando a los alumnos mayores como si fueran héroes y querrías ser ya uno de ellos.

Pero no todo es avanzar. Algunos no resisten y se quedan en casa a las primeras de cambio. «Aquello no era para mí; esos madrugones…», me confesó tiempo después un paisano que lo había dejado.

El colegio ponía su parte y tú tenías que poner la tuya. Porque se nos olvida algo en nuestras críticas actuales: si estábamos allí, era por nuestra voluntad y la de nuestros padres. El colegio no podía retenerte. Ciertamente, la situación general de España no era propicia a caprichos, y la mayoría aprovechamos aquella oportunidad porque no había otra mejor; pero criticar las condiciones de entonces sin visión histórica y con criterios actuales es una actitud desagradecida y, sobre todo, estúpida.

Hay que recordar que, en los años cincuenta del pasado siglo, España era un país en vías de desarrollo, eufemismo que quería decir atrasado y pobre. La mitad de la población laboral se dedicaba a la agricultura, la industria era incipiente y el turismo estaba por inventar. La red ferroviaria que vertebraba el país era tan lenta, incómoda y rudimentaria que, sólo viendo los actuales trenes del África profunda, nos podemos dar una idea. En algunos pueblos, no había ni un solo coche. La dieta de la mayoría era tan escasa como incompleta. De la sanidad, mejor no hablar.

A pesar de la dureza del internado, la inmensa mayoría optábamos por aguantar, conscientes de que vivíamos una educación de privilegio, en muchos casos gratis total y en otros pagando una miseria.

Parece oportuno recordar que, durante nuestra estancia en el colegio, eran gratuitos no sólo cama, comida y educación ‑que es muchísimo‑, sino también peluquería, lavado y planchado de ropa, reparación de calzado, enfermería, material deportivo, etc. O sea que, mientras estudiábamos una carrera o aprendíamos un oficio, le resultábamos más baratos a nuestra familia que quedándonos en casa. Ahorrábamos estudiando. ¡Y luego hablan de las becas Erasmus!

Herencia, sin duda, de la componente militar de la Compañía: las órdenes no se discutían. El reglamento era inconmovible y los horarios también. Aprendimos a soportarlo todo. Comer todo lo que pusieran y como lo pusieran. Guardar silencio. Jugar, estudiar, levantarte y acostarte a tus horas. Y todo sin rechistar. Nuestras cartas eran no leídas, pero siempre te las entregaban abiertas. Estábamos absolutamente indefensos, como reclutas de película y sometidos al mismo control. Cada mañana, muertos de frío y con alarmantes ruidos de estómago, se nos sometía a más de una hora de actividad religiosa. En primer lugar, una meditación dirigida; una plática, que nos invitaba a ser fuertes soldados de Cristo y a vivir el día como un acto de servicio; luego, misa con comunión y larga acción de gracias. Por fin, el desayuno: un jarro de aluminio lleno de leche previamente azucarada y un chusco de pan. Diez minutos de recreo y a estudiar en una sala fría, donde no se permitía intercambiar opiniones con el compañero. El silencio era absoluto. Cerrabas los ojos y parecía que no había nadie. Muchos intentaban combatir el frío moviendo las piernas sin ruido y frotaban las ateridas manos entre las piernas, para poder coger el lápiz.

Además, había que estudiar sí o sí. Los controles quincenales nos tenían en perpetua zozobra. Salías de uno y ya tenías otro en puertas y con la obligación de superarlo. No había tiempos muertos.

Éramos niños, pero nos estábamos endureciendo como monjes: ora et labora. Además, estábamos vigilados continuamente por profesores, que alertarían a la dirección de cualquier ligero desmán, el cual quedaría reflejado en las llamadas notas generales: Deberes religiosos, Aplicación, Conducta y Urbanidad. El título de Inspector es elocuente en sí.

No; el colegio de la Sagrada Familia de Úbeda no era una democracia ni tenía por qué serlo, pero funcionaba porque tenía lógica, tenía organización, tenía un programa y un personal que lo aplicaba diligentemente y con autoridad indiscutible.

He oído a algunos referir que la fuerza interior que nos hacía soportarlo todo con resignación y “buena cara” era el miedo. Miedo a la expulsión. Miedo a perder la ocasión de una carrera a tan buen precio y presentarse en casa como un fracasado, enfrentándose no sólo a un padre decepcionado, sino a un destino sin futuro en un pueblo, en un barrio, casi siempre mísero y sucio. Nuestras salidas a Úbeda, viendo a los jornaleros parados en la plaza, y las cartas de nuestras madres, no dejaban de recordárnoslo. Incluso algún padre nos lo recordó alguna vez. Pero yo creo que este miedo no lo explica todo.

Yo añadiría otra causa: la religión, porque le daba sentido al sacrificio. Nos habían convencido de que, soportando aquella disciplina, agradábamos a Dios. Aunque ahora nos cueste reconocerlo, era nuestra ideología. Y allí era una ideología absorbente, unilateral y sin oposición. Sin ella, no hubiera sido posible aguantar nueve años, día tras día, de disciplina y sacrificios. Esa religión que muchos conservan aún y que imbuyó, en bastantes, el sentido vital de entrega a una misión. Misión ya declarada en los inicios de la Safa: elevar el nivel del proletariado andaluz mediante la enseñanza y el ejemplo, y acercarlo a Dios.

Durante aquel larguísimo proceso, unos hacia el magisterio y otros hacia el mundo profesional, mientras crecíamos y nos hacíamos fuertes física y espiritualmente, día tras día y año tras año, nos íbamos haciendo Safa.

Año tras año, la disciplina se fue “civilizando”. La agobiante presión religiosa cejó un tanto y la vida escolar se hizo más agradable. Las rigurosas “purgas” de los primeros cursos, que diezmaron el alumnado, amainaron y se conformaron, pronto, promociones poco numerosas, pero estables y con caracteres específicos.

Las actividades complementarias: coro, teatro, periodismo, deporte… se añadieron fructíferamente a una formación intelectual y técnica de primer nivel, que nos hizo destacar profesionalmente y con sello propio en la vida laboral.

Y hoy, más de medio siglo después, cuando tantas cosas han cambiado en nuestras vidas, en la Institución y en España, muchos llevamos con orgullo y con enorme agradecimiento ese rótulo: «“Made in” Safa».

jmferc43@gmail.com

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