Por Dionisio Rodríguez Mejías.
6.- El compromiso
Noté que mis palabras le habían causado una buena impresión. El brillo de sus ojos lo delataba. Por fin, seguro de su éxito, se decidió a lanzarme la estocada final.
—Y hablando con franqueza, querido Alberto, ¿usted quiere a mi hija, de verdad? —me soltó así, sin andarse por las ramas, tratándome de usted para inculcar a la pregunta mayor solemnidad—. Me refiero a que si sus intenciones son nobles y correctas. Dicho de otro modo: ¿me da usted su palabra de que piensa casarse con ella? —y añadió con una sonora carcajada—. Lo digo, para ir preparando el regalo.
¿Qué podía contestar? Estaba hecho un mar de dudas. ¿Quién se atreve a mirar a un padre a la cara, después de que te has acostado con su hija y decirle que hay otra que te lleva de cabeza? Viendo que no tenía escapatoria, bajé los ojos, y contesté con seriedad.
—Señor Vilanova, yo sería incapaz de engañar a una persona como usted. Quiero mucho a Roser y le aseguro que es la chica más buena y más inteligente que he conocido nunca —en eso no le engañaba—. Hace unos meses le di a usted mi palabra de que pensaba respetarla y no le quepa duda de que lo he hecho y lo pienso seguir haciendo —pero, en esto, mentía de forma vergonzosa—. Puede estar seguro.
Hubo un silencio, miró al reloj, sonrió con palpable emoción y me di cuenta de que había dado en la diana con mi respuesta.
—Entonces, no se hable más. Dedícate a estudiar y a terminar la carrera cuanto antes, porque pienso nombrarte Consejero Delegado de Promociones Vilanova. Por cierto, ¿qué coche tienes?
—Me acabo de comprar un “Ciento veinticuatro” —dije con evidente orgullo—.
—Pues ve pensando en el siguiente; a mí me parece que un Mercedes, para el viaje de novios, no estaría mal; pero quiero que seas tú el que lo decida. Te has ganado el cariño de Roser y eso para mí no tiene precio.
Fue un momento emocionante. Visiblemente conmovido, Vilanova se fundió conmigo en un abrazo.
—Permíteme una cosa más. En breve, haremos la entrega de llaves de un edificio de viviendas que estamos a punto de terminar. No hace falta que te diga que será un placer verte con Roser por el hotel Montesa, donde celebraremos el acto.
No esperó mi respuesta; miró al reloj, dijo que tenía prisa y nos despedimos. Iba tan enfrascado en mis pensamientos que, en la puerta de una frutería que había delante de la parada del autobús, tropecé con dos señoras que salían con sus cestos hablando de sus cosas. Si alguien me hubiera observado con atención, habría pensado que había bebido. No salía de mi asombro. Estaba viviendo en un cuento de hadas, uno de esos sueños que anhelábamos todos los jóvenes humildes, y que sólo salían en las películas.
Había encontrado un hombre bueno y generoso, con la sensibilidad y la inteligencia necesarias, para reconocer y potenciar mis valores; alguien con quien alcanzar la cima, cogido de su mano. Estaba seguro de que Roser me quería y, aunque no era tan guapa, ni tenía la gracia de Olga, no podía decirse que estuviera mal: cuando se recogía el pelo, se ponía el pantalón beige y la cazadora de ante con las solapas del cuello levantadas, causaba sensación. No me parecía honesto servirme del amor de una muchacha para mejorar mi posición, pero a su lado tenía un futuro prometedor. Al fin y al cabo ‑decía para mis adentros‑, uno se acaba casando con una de las chicas con las que sale: si sales con guapas, te casas con una guapa; si sales con pobres, te casas con una pobre; y, si sales con una rica, puedes llegar a millonario. El amor no es colocar un dinero a plazo fijo; pero puede ser muy rentable en ocasiones.
Había tenido suerte de encontrar una muchacha culta y educada, que se había enamorado de mí y me brindaba la posibilidad de dejar la vida de miseria que había llevado hasta entonces. Si nadie conoce la esencia del amor, ¿qué tenía de malo casarse con una chica como Roser? De aquella relación, solo me preocupaba Vilanova: tan rígido, tan severo, con su rebuscada forma de hablar, retorcida y estudiada. Yo creía que obraba de buena fe, que pensaba en nosotros y que llegaría a quererme como a un hijo; pero, a veces, sospechaba que lo único que le importaba era el balance de sus promociones: la cuenta de resultados, los beneficios sobre la inversión, conseguir licencias con derecho a vuelo, abaratar el costo de los materiales y aumentar el precio del metro cuadrado de las viviendas. Eso era lo que realmente le importaba.
Confieso que, en algún momento, me dejé llevar por sus halagos y hasta pensé que sería capaz de dejarme una parte de su patrimonio por generosidad, porque creía en mí. ¡Qué ingenuidad! Pero la realidad es siempre bien distinta. No me hubiera obsequiado con tantas lisonjas si él hubiera sido más joven o Roser hubiera salido con alguien de un estatus social parecido al suyo.