Por Manuel Almagro Chinchilla.
Historia de una peregrinación desde Tíscar a Santiago de Compostela
Introducción (II)
Hoy en día, proponerse una marcha a pie de mil doscientos kilómetros, en la que se van a invertir unos cincuenta días, se le supone, a quien desee realizarla, un apego y un amor a la Naturaleza no muy comunes. Requiere mentalizarse para asumir un cambio radical de la vida de rutina y un tanto sedentaria; algo que puede causar, en el neófito, un impacto difícilmente asumible, ya que una adaptación no conseguida del todo puede conducirnos al abandono de los fines propuestos, cuando no a la animadversión de proyectos futuros semejantes. Siempre se ha dicho que «Querer es poder» y «Poder es querer», pero no dejan de ser pensamientos que nacen en nuestra psique, cuya veracidad y consecución está a merced del puro convencimiento propio, del cual yo estaba completamente seguro. Se trata de identificarse con la idea: «Yo soy yo y mis pensamientos».
Integrarte en un grupo, si no homogéneo, sí lo bastante consolidado como para culminar tal reto, requiere, necesariamente, coincidir en la valoración del mundo que te rodea e interpretar, de similar manera, las influencias que se reciben de él.
El amor a la Naturaleza ha estado en mí desde las primeras vivencias de la infancia, con la toma de contacto del maravilloso mundo luminoso y colorido, de aquel que ya eres capaz de crear con verdadera conciencia para integrarlo como un sólido recuerdo. Sería prolijo describir con detalle aquel fascinante mundo que se iba abriendo e incorporando poco a poco en las preferencias del cotidiano vivir. La Naturaleza me ha ofrecido una vida en plenitud de libertad, algo que lleva implícito una excelente salud, facilita un satisfactorio equilibrio emocional; propicia la realización individual a través de un fortalecimiento, como el que supone desenvolverse en un medio donde es necesario poner a prueba todas tus facultades físicas y mentales; y, además, conlleva una interiorización en el ser, con sus inevitables reflexiones, que te conducen a pulsaciones de espiritualidad de la más pura y ascética.
Todo tan diferente a la vida de la moderna civilización con su afán de desarrollo. La de la competitividad profesional y económica, donde impera la rápida convertibilidad material de cualquier concepto; donde los sentimientos más íntimos e inconfesables son catalogados, baremados, clasificados, estratificados e incluidos en una lista de precios. Por todo este desasosiego, siempre sentí un natural e innato rechazo desde los primeros años de mi infancia. Quizá nací con esa predisposición y ya lo llevaba en los cromosomas, por lo que en mi código vivencial, como creo que en el de casi todo el mundo, no estaba registrado y contemplaba aquel laberinto del incómodo y rutinario día a día como un mal necesario para la subsistencia, para poder crecer a costa de dejar a un lado apetencias y aspiraciones más pulcras, enriquecedoras y atractivas para henchir y realizar mi ego interior.
Participé en aquella maraña productiva, de la que obtuve medios para poder desenvolverme con una economía suficiente. Pero, con cada oportunidad que me salía al paso, quedaba fascinado, contemplando el medio natural: un inmenso escenario multicolor de mil tonalidades, los olores de una brisa variadamente perfumada, el rumor del viento en las hojas de las encinas, el runruneo del agua de los arroyos, el arrullo de las aves en celo, el gorjeo de miles de pajarillos de colores, el graznido de los córvidos…Todo ello acompañado del impreciso y volátil eco del paso del tiempo, que revoca en los cortados y en las cárcavas calizas, como sintonía de fondo de un ensordecedor silencio. Con cada ocasión contemplativa, revivía en mí con más contundencia aquella pasión que se iba revalorizando a medida que crecía en edad y conciencia. Y con ella maduré, quedando macerada con los años en mi ser.