Por Dionisio Rodríguez Mejías.
6.- Mirando al cielo y consultando a las estrellas.
Estaba destrozado, roto por dentro. Nadie puede comprender el odio que sentí hacia aquel miserable, después de humillarme delante de la persona por la que hubiera dado mil vidas que tuviera. A cierta edad, es difícil superar el dolor del desengaño. Era la depresión más negra y más profunda de mi vida. Me encerré en mi habitación; sentía un dolor profundo que se me hundía en el pecho, me dejaba vacío y me hacía perder la fe en el presente y en el futuro. Enfermo de tristeza, con la sensación de que Santamaría había vuelto a pisotear mi orgullo, fui a buscar la jaula de Pajarito que, al verme llegar, alzó el hociquillo y se puso en posición de alerta, levantando las orejas. Lo llevé a mi cuarto, lo coloqué cerca de la ventana y el ratoncillo empezó a desperezarse, a limpiarse el pelaje con la lengua, y a peinarse con las patas delanteras como si me ofreciera una amistad franca y sin reservas. Los hámsteres son animales muy juiciosos, que saben distinguir, con gran acierto, quién está de su parte y quién no. Gracias a ese instinto prodigioso, han conseguido un merecido bienestar en nuestra sociedad. Lo seguí observando, nos miramos a los ojos y se puso a caminar con las patas tiesas, moviendo el hociquillo en señal de gratitud y sumisión.
—¿Tienes hambre? —le pregunté, para mostrarle que compartía sus sentimientos—.
En respuesta, empezó a mover la rueda de la jaula a un ritmo frenético. Era una prueba de su disposición para conmigo y un ofrecimiento a llevarnos bien en toda regla. Parecía tan contento y movía la rueda con tanta rapidez que acabó con la lengua fuera y la respiración atosigada. Desde aquel momento, acordamos, sin más explicaciones, ser buenos amigos y consolarnos el uno al otro cuando uno de los dos se encontrara triste o apesadumbrado. Cuando dejaba de mirarlo, volvía a su ritmo tranquilo y sosegado, y empujaba la rueda con sus patitas, muy concentrado, sin moverse del sitio ni mirar a uno o a otro lado.
Pasé la tarde solo en la habitación, rumiando mi desgracia y observando a Pajarito. Los que no pudimos vivir la infancia en plenitud, cuando somos mayores, hacemos esas cosas que de niños no pudimos hacer. Poco antes de las ocho, llamó Roser para salir y le dije que me encontraba mal y prefería descansar aquella tarde. El domingo fuimos al cine y, cuando la dejé en casa, me dijo que para el siguiente fin de semana no me comprometiera con nadie, que iríamos a estudiar al piso de Susi Guizán. No creía yo que aquel piso, que parecía el arca de Noé, fuera el sitio indicado para concentrarse en el estudio; pero tampoco tenía ganas de hablar y le dije que «De acuerdo».
El mar de la vida pocas veces es plácido y sereno: con demasiada frecuencia hay que armarse de paciencia para plantarle cara al temporal y afrontar tormentas y contrariedades. Es un viaje difícil, para el que se requiere temple y fantasía, porque solo los sueños y el valor permiten que el viaje valga la pena. La vida sin peligros, sin luchas ni victorias, resulta insoportable. La juventud es una breve preparación para ese recorrido, hacia un destino incierto en busca de nuevos horizontes. Durante el trayecto, podemos confundir el rumbo, perder la confianza y vivir momentos de angustia y soledad; pero hay que seguir adelante, mirando al cielo y preguntando la ruta a las estrellas. Arriar las velas y buscar el abrigo del puerto, por miedo o cobardía, supone renunciar a la vida. Eso no es vivir.