Por Mariano Valcárcel González.
No nos damos cuenta de que llega nuestra hora, hasta que no la tenemos encima. En general, pasa eso. Otras veces, hay quien se da cuenta perfectamente, pero no lo quiere admitir. Y pocos son los que la ven venir, admiten lo irremediable, se preparan para ello y esperan… Claro que sí; que existe la llegada sorpresiva y casi a traición; la que no nos da tiempo a nada.
Me podría referir a nuestra hora final, la que debe estar marcada en un calendario secreto que totalmente desconocemos, salvo aviso previo de su vigencia.
Pero no, no es así. Yo me refiero a la hora de los cambios que de vez en cuando atañen al mundo y sus regiones, naciones y sociedades y que son, como tales, inevitables. Puede que se produzcan poco a poco y casi sin darse a conocer, con cierta alevosía tenue y discreta, como para no darse importancia o para no hacernos demasiado daño. Estos cambios se van sucediendo casi imperceptiblemente y solo los muy avisados toman conciencia de ellos.
Los cambios imperceptibles son sucesivos y continuos en el tiempo. Son los más acomodaticios y aceptados, porque apenas si lo son. Hay muchas personas y, en especial, hay muchos políticos que desearían que nunca se produjesen cambios (lo que indica ya de entrada su necedad y escasa capacidad) por aquello del más vale malo conocido que bueno por conocer. Es conservadurismo puro, inmovilismo atroz que nos dejaría para siempre en las cavernas (o peor). Por ello, lo de aceptar como inevitable cambios progresivos, por tramos y secuencias bien controlados, y procurarlos muy moderados es lo que los conservadores de cualquier laya intentan para que no se descomponga el tinglado. Entre estos y aquellos, los hay que si admiten algún cambio siempre ha de ser hacia atrás, o sea, vuelta a lo mismo ya desarrollado, sea demostrada su eficacia o su ineficacia histórica; o a deshacer lo hecho por otros.
Inmovilistas o conservadores tibios los hay en todas partes e ideologías, en especial si mantienen el poder.
Pero no quieren darse cuenta, o de veras no se dan, que hay tiempos de cambio, que vienen avisándose con bastante nitidez y que avanzan muy a pesar de quienes no lo desearían. Esto ha pasado en todo tiempo y lugar a lo largo de la historia. La tozudez del burro y sus anteojeras les viene como santo y seña. Aunque a su alrededor ya empiecen a caer los árboles, a volar las tejas, a romperse los paraguas, se niegan a reconocer que la tormenta está encima y se exponen a que les caiga el chaparrón.
¿No veía la Iglesia Católica que debía iniciar una reforma si quería mantener a su rebaño?, ¿no había tenido avisos durante siglos, de la mano de los husitas, de la mano de Francisco de Asís…? Tuvo que llegar Lutero y romper con todo; tuvo que producirse el desgarro de fieles y territorios; tuvieron que padecerse cruentas guerras…
¿No se enteraban los Borbones de Francia que si no daban salida a las nuevas fuerzas burguesas estas podrían acabar con ellos, como así sucedió cuando muchos, y ellos los primeros, perdieron su cabeza? ¿No se enteró, hasta que fue tarde, el Rey Alfonso XIII que o modificaba radicalmente el sistema creado a su alrededor o acabaría, como sucedió también, siendo abandonado hasta por los suyos?
¿La República, en las personas de sus máximos dirigentes (especialmente en la de Azaña, al que se le suponía cierta capacidad), no se dio cuenta de que su maquinaria estaba lastrada por fuerzas que no se atrevían a dominar y, por no enfrentarlas, terminaron con ella…?
Y así, muchos ejemplos de situaciones que se veían venir, pero que nadie era capaz de afrontarlas con iniciativa y eficacia, para canalizarlas o evitarlas. Pues, ¿no fue una estupidez, una inmensa y criminal estupidez dejar que los sucesos del verano de 1914 terminasen desembocando en la catástrofe terrible que les siguió? Podríamos seguir, pero creo que cada cual tiene sus propios ejemplos. Ejemplos que demuestran muy a las claras que las cosas nunca son inevitables, porque, en su momento, sí que se han podido evitar o mejorar o encauzar adecuadamente.
Estamos en España, en momentos de cambio, pese a quienes les pese y digan que ello no es necesario quienes lo digan; ver venirlos y no esperarlos, sino irse hacia ellos es de inteligentes o, como mínimo, eficazmente cínicos. Irse a aquello de cambiarlo todo para que nada cambie es lo más acertado, política y conservadoramente hablando, que se ha dicho (o escrito). Yo no es que sea de tal cofradía del engaño, pero reconozco que la finta es eficaz. Lo que no es eficaz y lo está demostrando este equipo de gobernantes, que por ahí andan (con su supuesto líder a la cabeza, haciendo el don Tancredo), es negarse ante la evidencia más tremenda. Por no saber, ni saben aplicar la anterior frase (que debe ser uno de los mandamientos principales de cualquier estadista conservador) y con decir que todo está bien o insinuar que tal vez algún retoque fuese posible, que tal como lo dicen, sin entusiasmo alguno, suena a nadería, pues ya se dan por cumplidos y dan por salvada la situación. Pero si hacen algún cambio, sea a peor, contaminándolo todo.
La historia no nos enseña eso. Tal vez por ello se han reducido los estudios de Historia.