“Barcos de papel” – Capítulo 20 a

Por Dionisio Rodríguez Mejías.

1.-Un golpe de suerte.

Aunque yo era un estudiante que trabajaba y el dinero no era la mayor de mis preocupaciones, no podía por menos que sentir cierta inseguridad ante mi falta de recursos. Pronto haría dos años que había llegado a Barcelona y, si quería llevar una vida social aceptable, no podía esperar a terminar la carrera. Tras mi conversación con el padre de Roser, calculé que cuando pagara la pensión de enero, mi capital no superaría las cinco mil pesetas. Volví a comprar La Vanguardia y a enviar currículos en busca de alguna actividad más lucrativa que hacer paquetes y barrer la imprenta; pero, por suerte, a finales de febrero recibí una carta que resolvía mis problemas más inmediatos. Era del gabinete jurídico Borrás Asociados, citándome para el día uno de marzo a las nueve en punto de la mañana en sus oficinas de la calle Córcega, entre Balmes y Rambla de Catalunya.

Aquello fue un fenomenal golpe de suerte: no solo me dieron de alta en la Seguridad Social, sino que mis condiciones económicas mejoraron sensiblemente y el trabajo estaba relacionado con los estudios que cursaba. Pero lo más importante fue la tarjeta de visita que me dieron, con mi nombre, mis apellidos, y el título de “asesor colaborador” de Borrás Asociados. ¡Cómo iba a presumir cuando se la enseñara a Olga!

Lo que más duro se me hizo fue despedirme del señor Fabregat, que con tanto cariño me había tratado desde el primer día que aterricé en el taller. Cuando le anuncié mi marcha, con los preceptivos quince días de antelación, me preguntó que si era cuestión de dinero y si podía hacer alguna cosa para que reconsiderara la decisión y me quedara. Me ofreció subirme el sueldo, dejar el reparto y trabajar como administrativo en la oficina; pero, cuando le dije que me habían llamado de Borrás Asociados, se emocionó, me abrazó y me deseó suerte.

—Conque estás decidido a ser un picapleitos, ¿eh? —dijo, mirándome con cierto aire de tristeza—.

—Sí; señor. Si Dios quiere, pronto terminaré segundo de Derecho.

—Bueno, hombre; de todas maneras, espero que de vez en cuando te veamos por aquí. Quiero decir, que me gustaría que vinieras alguna vez a visitarnos.

Qué hombre tan sensible y qué buenos recuerdos de su empresa guardaré siempre. También me despedí de Jaume García y del resto de los compañeros. El último día, llevé una botella de champán Delapierre, la metí en la nevera a los ocho de la mañana y nos la tomamos a la hora del bocadillo.

Con mi nuevo trabajo, no solo mejoraba mi horario y mi economía, sino mi aspecto en general. Una de las normas sagradas del despacho era el cuidado personal: desde entonces, me duchaba cada mañana y me vestía con pantalón gris, chaqueta azul marino, camisa blanca ‑que me cambiaba a diario‑ y corbata. Cogía el metro a las ocho y cuarto de la mañana y, diez minutos antes de las nueve, ya estaba en la puerta de la oficina. Un muchacho honesto y trabajador, como era yo, tenía que abrirse paso en la vida antes o después. Cada día, me entregaban un plan de trabajo, consistente ‑la mayor parte de las ocasiones‑ en consultar notas de cargas en el Registro de la Propiedad, y redactar un informe sobre los inmuebles cuyas ventas gestionaba el gabinete.

Yo no tenía despacho; me adjudicaron un cuartucho sin ventilación, con un armario para guardar los dossieres y poca cosa más.

roan82@gmail.com

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