“Barcos de papel” – Capítulo 17 b

Por Dionisio Rodríguez Mejías.

2.- La historia de Olga.

Aparte de beber y de fumar, en aquel ambiente no había nada que me hiciera feliz; al contrario: me acordaba de Roser, y sentía un hastío cercano a la depresión. Aquella fiesta era un desierto para mí; me sentía en mitad de un camino que no me llevaba a ninguna parte. Santamaría lo debió notar, porque cuando Olga y su esposa se marcharon, abordó el asunto por el que seguramente me había invitado.

—¿Conoces mucho a Olga? —me dijo sonriendo con picardía—.

—No demasiado; sólo de la pensión. Llevo poco tiempo en Barcelona y no conozco a nadie. Bueno, tengo un amigo del colegio y una amiga en la facultad.

—Alberto, me pareces una buena persona y quisiera pedirte un favor; que si pudiera, lo haría personalmente. Tú sabes que en mi profesión nos debemos actualizar constantemente; por eso asisto a congresos y tengo que viajar con tanta frecuencia. A veces paso fuera demasiado tiempo y te agradecería que la vigilaras. Quiero decir que la controles un poco, si puedes.

—¿Por qué? ¿Hay algún problema?

—No sé en qué anda metida, pero me da miedo. Creo que ha vuelto a consumir. No debería decirlo, pero he notado algún indicio.

—Yo no he notado nada —mentí—.

—¿Me estás vacilando? —dijo muy serio—. ¿De verdad no sabes lo qué le pasa? Anda, dime que me engañas. Dime que te estás quedando conmigo. ¿Pretendes tomarme el pelo? Lleva dos meses que a media mañana se cae de sueño.

—Bueno, me parece que toma pastillas para dormir, pero eso no es tan malo.

—No; eso no me preocupa, las pastillas se las receto yo. Lo que me preocupa es que las mezcla con alcohol. A eso me refiero. Eso sí que es peligroso. Por eso te pido que la vigiles. ¿De acuerdo?

—De acuerdo.

—Verás, la historia de Olga es complicada: procede de una familia muy humilde. Una mañana su madre se presentó en casa de mis padres con ella en los brazos; decía que la había abandonado su marido y que si nadie la ayudaba, no tendría más remedio que llevar a la niña a una institución benéfica. Las acogieron casi por caridad. Yo era muy joven y estaba a punto de licenciarme. Tres años más tarde, la madre murió de cirrosis y del padre nunca supimos nada. ¿Lo entiendes? Empezó a fumar a los once años, aunque lo negaba con un cinismo inconcebible. Mi madre echaba en falta algún dinero con frecuencia; pero se lo callaba, porque la quería como a una hija. A los catorce años, se marchó y estuvo dos semanas fuera de casa. Nunca supimos adónde fue. Sé que abusa de los estimulantes. Fíjate en ella cuando vuelva de la pista; seguro que viene con una alegría exagerada. Al morir mi madre, le propuse a Conchi que se viniera a vivir con nosotros, pero ella se negó. Ya sabes cómo son las mujeres; no sé por qué le preocupaba que viviera en nuestra casa. Seguramente para que no influyera en la educación de nuestro hijo. Vendimos el piso y, desde entonces, está en la pensión. Esa es la historia. ¿Comprendes por qué tengo miedo? No quiero que se pierda. Temo que se convierta en una mujer de novela francesa.

—No lo sabía, pero no se preocupe. Yo no tomo nada. No me gusta.

—Por eso te lo digo, porque creo que eres un muchacho con buen corazón, pero no quiero que te sientas responsable; es posible que la solución no esté en tu mano; bebía y tomaba pastillas antes de que llegaras. ¿Qué he hecho mal con ella? ¿Alguien me lo puede decir? Alberto, ponte en mi lugar.

—¿Y no puede recetarle alguna cosa, para que se controle? —dije para seguir aquel perverso juego—.

—Ojalá pudiera. Las pastillas pueden resultar inofensivas, pero es evidente que crean hábito, especialmente si se toman con alcohol, como hace con demasiada frecuencia. En esas condiciones, puede caer en un estado psicótico que le impida una relación normal con la gente de su entorno. En fin, Alberto, no quiero preocuparte: si ves que pierde la cabeza, ponte en contacto conmigo lo antes posible.

—Descuide.

—Vigílala. Vale mucho, pero anda perdida.

—Por supuesto que lo haré.

En ese momento, regresó la esposa de Santamaría nerviosa y exaltada. Pensé que sería por el baile; pero, entre susurros y gestos de disgusto, le dijo al oído alguna cosa.

—No te preocupes, cariño —comentó él con un punto de preocupación—. Alberto, por favor, ve un rato con Olga.

La encontré en el centro de la pista, seductora y hermosa como una divinidad, rodeada de mirones hipnotizados por su belleza. Tenía los brazos detrás de la cabeza, los ojos entornados, y se movía de una manera tan apasionada que estremecía. Me acerqué por detrás y le cogí la mano, ella se dio la vuelta, me miró como si me viera por primera vez, y sonrió. Se apagaron las luces, cambió la música, bajó del podio la gogó, la pista quedó en penumbra y empezó a sonar Puente sobre aguas turbulentas.

Entonces hizo algo que nunca olvidaré: me rodeó con sus brazos, hundió sus dedos en mi pelo y me ofreció su boca. Hubiera dado la vida por besarla. Me enloquecía el perfume de su piel, pálida y suave como la seda, pero me contuve. Estábamos bailando solos en la pista y la gente nos devoraba con los ojos.

—Olga, por favor, aquí no. Estamos dando el espectáculo.

Apoyó su cabeza en mi hombro y entornó los ojos. Me olvidé de todo. Estuvimos así, bailando muy juntos, hasta que cambió la música. La gogó volvió de nuevo al podio, y regresamos a la mesa. Al vernos llegar Santamaría, disimulando su preocupación, nos saludó con su habitual cortesía.

—¿Os divertís?

—Mucho —respondió Olga—.

Eran las tres de la mañana. Había bebido y fumado en exceso, y como no estaba acostumbrado a aquella vida, me encontraba agotado. Conchi miró al reloj y, como si se tratara de una contraseña, Santamaría me preguntó si deseaba otra copa. Le di las gracias, apuró la suya y propuso que nos marcháramos. Se puso en pie y ofreció la mano a su esposa.

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