Por Dionisio Rodríguez Mejías.
5.- El compromiso
No supe qué contestar. Me imaginaba en la puerta de la Modelo con Roser y un matrimonio al que no conocía, entre los familiares de otros presos. La idea no me gustaba; pero, al ver la tristeza que sus ojos expresaban, no pude negarme.
—Yo haré lo que tú me pidas.
—Piensa que no será agradable. Habrá gritos, lágrimas, reproches. Sé que sus padres no aprueban nuestra conducta.
—He dicho que, si quieres, te acompañaré.
—Piénsalo. Sé sincero, y no lo hagas por compromiso.
Quizás debería haberme negado, pero siempre me pasa igual: me cuentan un problema echándole al asunto un poco de emoción, me transformo en un caballero andante y, al poco rato, las dudas me torturan. Si acompañaba a Roser, tendría que cargar con mi parte de responsabilidad; y estaba bien claro cómo las gastaban en jefatura. Campillo era uno de aquellos policías para los que la sociedad se dividía en dos grandes grupos: la gente de orden y la peligrosa. Él no vería lógico que, entre la gente de orden, hubiera personas peligrosas; ni, entre las peligrosas, gente de orden, como yo. Ir a visitar a un preso político, me convertiría en sospechoso. Era evidente; si yo fuera policía, también sospecharía de cualquier otro que estuviera en mi lugar.
Estaba hecho un lío: criticaba la facilidad de “El Colilla” para meterse en problemas; pero yo tampoco me quedaba atrás. El caso es que no estaba acostumbrado a que una chica me suplicara de aquella forma. Sería el tono de su voz o su mirada; lo cierto es que no dudé en responder:
—Roser, no te preocupes; si me lo pides iré contigo. Tienes mi palabra.
Fue un error, lo reconozco. Mientras esperábamos el autobús, le iba dando vueltas a la cabeza. No puedo resistirme a mi afán de quedar bien con todo el mundo. Aunque, bien pensado, Roser se lo merecía.
—¿Te imaginas? En un calabozo… por asistir a una asamblea universitaria.
Me cogió las manos, me miró con infinita tristeza y dijo sin soltarme:
—No sabes cómo te lo agradezco.
La miré a los ojos y le respondí con suficiencia:
—Sé lo que significa la falta de libertad y he padecido el dolor del abandono.
Alargó sus manos y acarició las mías con suavidad. Aquellas manos hablaban a las claras de su clase. Era una muchacha distinguida, inteligente, de buena familia, con unos preciosos ojos ‑profundos y negros‑ y unos pechos que me volvían loco. Al iniciar un leve gesto de gratitud, dos gruesas lágrimas cayeron de sus ojos. Quizás fuera la tristeza que reflejaban, o una de esas sensaciones que sólo el corazón es capaz de interpretar.
Era tan idealista, tan ingenuo y soñador, que cualquier gesto afectuoso ‑como este que acabo de contar‑ era suficiente para que me sintiera importante. Me estremecí. A veces, olvidaba que había venido a Barcelona con la ilusión de hacer una carrera; si hubiera querido dedicarme a redimir a la humanidad, me hubiera quedado en mi tierra, con aquellos jesuitas idealistas, como el padre Romero, que dedicaban su vida a sacar adelante a los hijos de los trabajadores del campo andaluz. Había dejado a mi madre y mi tierra para trabajar honradamente y estudiar una carrera de la que mi madre se sintiera orgullosa el día de mañana. Volvió a coger mi mano y me miró con enorme gratitud.
—Alberto, nunca olvidaré este detalle.
—No tiene importancia. Lo hago con gusto, en defensa de nuestros ideales.
Cogimos el autobús, la acompañé a su casa y, mientras ella me dio la mano para despedirse, yo no dejaba de pensar en la promesa que acababa de hacerle y en los pechos tan impresionantes que tenía.