Por Dionisio Rodríguez Mejías.
4. Un pobre estudiante con la cabeza llena de fantasías.
Era muy tarde y me costó dormirme por el efecto de los cubatas. Me despertó el taconeo de Olga que, a aquellas horas, sonaba como un tambor en mi cabeza. Me levanté de la cama, me puse lo que tenía más a mano y subí a desearle una feliz Navidad y a pedirle por favor que no pusiera el tocadiscos aquella noche. Llamé a la puerta, procurando no hacer ruido, pero tuve que insistir; la música estaba tan alta que no me oía. Oí sus pasos acercarse de prisa y abrió la puerta como si esperara mi llegada. Le susurré al oído «Feliz Navidad», con excesiva precaución, para que nadie me oyera, y ella se me echó al cuello, loca de contenta, gritando «Feliz Navidad». Todavía estaba muy arreglada, llevaba un vestido muy fino de color azul noche y el pelo suelto, con una coleta maravillosa, que descendía hasta la mitad de su espalda. Cerró la puerta detrás de mí, se soltó el pelo con una gracia muy femenina y me invitó a sentarme a su lado, en el borde de la cama. Los peluches de la estantería nos observaban sonrientes, con los ojos muy abiertos. Fue al armario, buscó debajo de la ropa interior y se sentó a mi lado con una botella de ginebra en la mano. Me hubiera gustado ser capaz de quitársela, rodearla con mis brazos, y permanecer abrazado a ella toda la noche.