“Barcos de papel” – Capítulo 11 d

Por Dionisio Rodríguez Mejías.

4. Un pobre estudiante con la cabeza llena de fantasías.

Era muy tarde y me costó dormirme por el efecto de los cubatas. Me despertó el taconeo de Olga que, a aquellas horas, sonaba como un tambor en mi cabeza. Me levanté de la cama, me puse lo que tenía más a mano y subí a desearle una feliz Navidad y a pedirle por favor que no pusiera el tocadiscos aquella noche. Llamé a la puerta, procurando no hacer ruido, pero tuve que insistir; la música estaba tan alta que no me oía. Oí sus pasos acercarse de prisa y abrió la puerta como si esperara mi llegada. Le susurré al oído «Feliz Navidad», con excesiva precaución, para que nadie me oyera, y ella se me echó al cuello, loca de contenta, gritando «Feliz Navidad». Todavía estaba muy arreglada, llevaba un vestido muy fino de color azul noche y el pelo suelto, con una coleta maravillosa, que descendía hasta la mitad de su espalda. Cerró la puerta detrás de mí, se soltó el pelo con una gracia muy femenina y me invitó a sentarme a su lado, en el borde de la cama. Los peluches de la estantería nos observaban sonrientes, con los ojos muy abiertos. Fue al armario, buscó debajo de la ropa interior y se sentó a mi lado con una botella de ginebra en la mano. Me hubiera gustado ser capaz de quitársela, rodearla con mis brazos, y permanecer abrazado a ella toda la noche.

—¿Quieres? ¡Un día es un día! Perdona, pero en estas fechas necesito beber para animarme. No sé por qué la Navidad me llena de nostalgia y de tristeza.

No me atreví a responderle. A pesar de su aparente exaltación, su mirada temerosa, como si fuera consciente de que hacía una mala acción, me obligaba a adoptar con ella un papel de persona, prudente y sensata.

—Oye, ¿por qué no bajas un poco la música? No dejas dormir a nadie.

—Berto, por favor… que estamos en Navidad.

Bajó el volumen del tocadiscos y se echó en la cama boca abajo, descalza, sin soltar la botella. Bebió un buen trago y se quedó mirándome, con la cabeza apoyada entre las manos y los pies en el aire. Con una mezcla de angustia y alegría, que yo encontraba fascinante, me decía que bebiera con ella y no me preocupara. Bebía como un cosaco. Yo nunca he visto beber a un cosaco, pero se entiende lo que quiero decir. Cómo la vería que me armé de valor y me atreví a reprenderla.

—¿Por qué bebes tanto? Eres muy joven y eso a tu edad no puede ser bueno. Y por si fuera poco… las pastillas. Estás destrozando tu salud. Deberías ir al médico.

—¿Qué tratas de decirme? ¿Que soy una alcohólica y una drogadicta? Puede que alguna vez beba más de la cuenta, pero eso no quiere decir que sea una alcohólica.

Me parecía imposible que aquella chiquilla, tan dulce y tan frágil, me respondiera en aquel tono, y fuera capaz de beber tanto. Parecía que no le hiciera efecto.

—Olga, por favor, ¿qué hay de malo en que te vea un médico? Estás a tiempo. ¿Qué puedes perder?

—Yo no necesito ir al médico, porque no soy alcohólica. Ve tú si quieres. A mí no me hace falta. El día que me lo proponga, dejaré de beber. ¿Lo entiendes? Es una simple cuestión de voluntad. ¿Vale? Estas cosas son normales en la juventud. Todos lo hacen.

Estaba temblando y a punto de echarse a llorar. De pronto, cambió el tono, como si hubiera entrado en trance, y me dijo con voz mimosa y suplicante:

—Tú no sabes nada de mí. Hace tiempo que bebo, ¿sabes? Lo necesito. No sé si te habías dado cuenta, pero quizás algún día lo entenderás.

—Olga, por favor: el alcohol y las drogas son cosas de gente perturbada, y tú no eres así. Deberías hacerme caso. Si quieres, yo te acompañaré al médico.

Me pareció que mis palabras la hicieron reaccionar.

—Sé que no debería beber y que, si sigo haciéndolo, arruinaré mi vida; pero el día en el que diga «Basta», se habrá terminado para siempre. Tienes que creerme. Hasta ahora no había sido capaz de aceptarlo, pero lo tengo decidido. ¿De acuerdo?

Su actitud me animó y pensé que era el momento adecuado para insistir.

—Pero, ¿no lo entiendes? Estás echando tu vida a perder. Pensarás que por hacer estas cosas eres mayor; pero tu conducta me parece infantil, además de peligrosa.

Noté que había llegado demasiado lejos, porque me miró muy seria, adoptó una actitud despectiva y respondió.

—Es mi vida y hago con ella lo que quiero. ¿Te enteras? No tienes ningún derecho a hablarme como lo has hecho. Tú no eres nadie. Un pobre estudiante con la cabeza llena de fantasías que no tiene donde caerse muerto. ¿Qué te importa si bebo, o no bebo, o tomo pastillas? Mi vida es mía. ¿Te enteras?

—Pero, ¿te has vuelto loca? Tú estás loca de verdad.

—Hace tiempo que lo estoy, pero es mejor que no te diga los motivos; si algún día los conocieras, no volverías a mirarme a la cara.

Salí de la habitación dando un portazo, porque no se me ocurría nada que decir. El cariño que sentía por ella se transformó en rabia. Aquello no era un juego; bebía, no sé si por demostrar que era una persona adulta o para calmar la tremenda angustia que estaba soportando. Así era Olga; pero yo la quería cada vez más. El amor no es sensato, pertenece al oscuro espacio de lo pasional y la pasión es salvaje y disparatada. Es una nebulosa donde se mezcla el entusiasmo, la pena, el ardor de la sangre y la compasión. Me refiero a los primeros enamoramientos, a los prematuros, a los más fuertes, a esos amores de juventud, que nunca conseguimos olvidar.

Dos días más tarde, el veintisiete de diciembre, a las cinco de la mañana, el chófer de Brustenga pasaría a recogerme por la pensión para ir a Nuria.

 

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