Enviado por Fernando Sánchez Resa.
Úbeda, 16 de diciembre de 2014.
Querida mamá:
Por fin ha llegado ese día, tan ansiado por ti, en el que, tras despedir a tus alumnos y apagar las luces del aula, has cerrado definitivamente su puerta, quedando tiza y borrador al pie de la pizarra, a la espera de un nuevo docente. Sin embargo, ni tú ni nosotros suponíamos que dicha clausura se produciría realmente en la Navidad de 2012, de modo que estos dos últimos años de convalecencia, tras un fugaz intento de reincorporación, se convertirían en prejubilación preparatoria del definitivo parón administrativo.
Tu padre, don José Latorre Salmerón, fue maestro nacional, de “los niños de Marcelino Domingo” (así llamados los que cursaron el plan de estudios de ese ministro republicano, que opositaban como paso previo a la realización de los estudios de magisterio, lo que garantizaba, al contrario que ahora, puestos de trabajo a sus egresados). Y, aunque el estallido bélico y el posterior régimen impidieron que se respetara la condición de ocupar vacantes en ciudades con más de 10 000 habitantes, el matrimonio Latorre‑García recordaba feliz su paso rural por Pedrezuela, en la provincia de Madrid, y la Cortijada de Bélmez de la Moraleda y Torreperogil, en la de Jaén, antes de recalar en la Safa de Úbeda, como último destino.
El mundo docente te venía también por vía materna, pues, si bien tu madre, a la usanza de la época, sólo recibió esmerada educación para la costura y las labores del hogar, tu tío materno, Manuel García Tejada, fue, asimismo, un notable docente en las Escuelas Safa, así como director, por oposición, de su sección de Primaria.
Con estos antecedentes y con la experiencia diaria, desde la cuna, del teatro que se ofrecía a tus ojos tiernos en la cochera de tu casa ‑donde tu padre completaba su jornal diario dando clases particulares y preparando exámenes de ingreso a bachillerato‑, no es extraño que tu destino terminase siendo la docencia. En tu madre, despertó la conciencia del cambio que se estaba operando en la mujer, al acceder a la universidad y al mundo laboral fuera del hogar. A pesar de que ella misma ‑de carácter travieso y juguetón, tan opuesto en ese sentido al tuyo, dócil y obediente‑ rehuyese el estudio de lecciones infantiles, supo vislumbrar que ése no era el futuro para sus hijas, que “no debían ser fregonas como ella”. La docencia se abría paso en la vida de tu hermana mayor y en la tuya como la opción laboral adecuada para compaginarla con la vida tradicional de esposa y madre. Y, de hecho, mamá, viviendo como he vivido toda mi vida contigo, tampoco creo que tus padres eligieran mal por ti. Es cierto que, dotada de la hermosa e imponente voz que tienes, de tu gusto por la música clásica y la zarzuela, siempre has expresado, como sueño no cumplido, cómo te hubiera gustado ser cantante de ópera. Sin embargo, aunque lo habrías logrado por tu talento y esfuerzo, esa vida de galas, viajes y rivalidades hubiera estresado en demasía tu vida apacible y en ocasiones ermitaña, a la que el alboroto escolar ponía el adecuado contrapunto de barullo y desorden. Más bien, y en todo caso, yo te hubiera visto exclusivamente consagrada a la enseñanza de Historia o Literatura, materias ambas que predominan en tu memoria portentosa.
Tu vida docente ha tenido como epicentro la provincia de Jaén, y más concretamente la comarca de La Loma, de la que nunca has salido. Tras las prácticas en el Virgen de Guadalupe, un curso en el desaparecido Colegio del Cristo del Gallo de Úbeda y primeros años en Torreperogil y en el colegio Juan Pasquau de Úbeda, mi memoria infantil te recuerda en la vecina población de Rus, adonde siempre creí que ibas y volvías andando. Explicaciones inverosímiles que crea el niño y que, en mi caso, me hacían considerarte más inteligente que papá, pues ya habías terminado de estudiar y sólo trabajabas, mientras que papá, aunque trabajara, aún andaba rezagado en los estudios, matriculado en Psicología por la UNED. Recuerdo que yo tenía seis años cuando te destinaron al colegio Virgen de Guadalupe de nuestra ciudad, donde has estado toda tu carrera profesional, la mayor parte en la sección del barrio La Guita, entre el barrio de San Pedro y la barriada de La Puerta del Sol, camino de Sabiote. Sección que clausuraste, conjuntamente con tus compañeros, para reintegrarte en la sede matriz del colegio, donde os recibieron con algarabía.
Aunque no has sido persona de valorar tus grandes virtudes (más bien siempre te amedrentaba cualquier nuevo aire pedagógico supuestamente innovador o la seguridad que otros mostraban en sí mismos), en petit comité tus alumnos y sus padres te han estimado y han sabido valorar a la profesional que acude puntual y diariamente a su puesto de trabajo, que tal vez carece de donaire y gracejo para montar coreografías para las fiestas de fin de curso, pero de cuyas manos salen sus hijos con la letra clara y las primeras habilidades aritméticas y la cartilla aprendidas. Y, aunque de vez en cuando cayese alguna reprimenda o tu potente voz de soprano mandando callar asustase momentáneamente a los charlatanes y distraídos discentes, al final, ellos, como nosotros, sabían que “no era para tanto” y que tu genio militar, herencia de tu abuelo, el sargento Latorre, estallaba para luego remansarse. Porque, en definitiva, tú también eras niña y el carácter, en apariencia feroz, era sólo una máscara adulta. Y quizá tu inocencia fuera aún mayor que la de las nuevas hornadas infantiles, cada vez más desprovistas de ingenuidad y candor. De ahí que siempre los pequeños hayan sido tu especialidad. Mundo infantil que siempre hemos compartido contigo Mónica y yo, y en la que siempre hemos encontrado aliada en dibujos animados, juguetes, muñecas, vestiditos y manualidades.
En esta nueva etapa de tu vida que comienza, y que llevas tantos años esperando, quiero aconsejarte lo que Garcilaso de la Vega a la joven “de rosa y azucena”, pues joven eres todavía, como demuestra aún tu cabello negro o la lozanía de tu rostro, herencia materna y de tu bisabuela, Paca Gómez Ruiz, que falleció a los pocos meses de tenerte a ti en sus brazos, su última bisnieta conocida:
«Coged de vuestra alegre primavera
el dulce fruto, antes que el tiempo airado
cubra de nieve la hermosa cumbre;
marchitará la rosa el viento helado.
Todo lo mudará la edad ligera
por no hacer mudanza en su costumbre».
Eso es, mamá; aún es primavera en tu vida (el mundo oriental considera, de hecho, la etapa que se abre en la mujer tras la menopausia como la “segunda primavera”). Aún te esperan frutos que gustar. Inmudable será el paso, ligero y veloz, del tiempo. Antes de que arrecie la nieve en tu cabeza, no dejes de intentar ser feliz.
Te quiero, mamá.
Margarita Sánchez Latorre.