¿Escribir? ¿Por qué?

Presentado por Manuel Almagro Chinchilla.

Quizá sin pretenderlo, Ramón Quesada nos revela en este artículo que escribir es un arte con el que se nace y que el escritor es el más intelectual de los artistas. Para plasmar el pensamiento basta un tosco soporte y una grafía convenientemente entendible; todo lo demás es intelecto.

Trozos de papel estraza de color grisáceo, cortados malamente con tijeras de punta roma, fueron las primeras “cuartillas” que Domingo Condesian pudo costear para hacer de “escritor” de novelas policíacas. Relatos que comenzaba con ferviente ilusión después de una noche de insomnio, pensando en el argumento y en los personajes, y que abandonaba apenas mediado el primer capítulo, que estimaba en tres o cuatro pedazos de papel escritos por ambas caras. Y su escritorio primero, que todo hay que decirlo en esta vida si uno quiere ser sincero, forma evidente de granjearse el aprecio de los demás, fue una mesa de madera carcomida y desvencijada que le regaló un vecino, sintiéndose sin duda piadoso con el joven intelectual en ciernes.

Por aquellos días, a don Jacinto Benavente se le imponía la medalla del Trabajo; Bertrand Russell, filósofo, matemático y sociólogo británico recibía el Premio Nobel de Literatura y en el islote de Eniwetok se ensayaba con éxito la terrible bomba H, o de hidrógeno. La subida a los altares del español Antonio María Claret y de la italiana María Goretti le dio base a Domingo para escribir un artículo sobre estos sucesos que, como sus novelas “de tiros”, tampoco publicó. Sí lo hizo en una revista de poca monta que se editaba por entonces en su pueblo, con un artículo que le salió redondo y que trataba de la proclamación del dogma de la Asunción de María por Su Santidad Pío XII.

Entre todo esto y otras cosas por el estilo, llegó a ver su nombre impreso en un diario de buena tirada. No paró. Ver su firma al pie de lo que escribía le hacía pensar que su pluma, andando el tiempo, sería imprescindible, solicitada cada mañana por un público que de momento sólo estaba en su imaginación. Tenía descubierto “su paraíso” y, desde entonces, no había mañana que al despertar, o noche que al acostarse, no perdiera unos minutos en disipar una idea o en dar golpes de puños en su frente en busca de otra. Le era fácil exponer un tema si al mismo tiempo no recibía indiferencias. Entonces, sus colaboraciones sufrían un trágico traspié que anulaba los deseos de escribir; porque todo escritor es prolífero mientras se le publique. Por lo que Domingo Condesian buscaba el blanco cielo de los folios con la misma presteza con que el ave busca el infinito azul para sus deleites, como edén de sus audacias.

¿Escribir? ¿Por qué? Precisaba el académico easonense don Pío Baroja que, para escribir, bastaba con tener algo que decir con frases propias o ajenas. Domingo Condesian, al que saludé en 1983 en Madrid frente a una aromática taza de café en un snack‑bar de la calle Arenal, me soltó lo que yo ya sabía: que el oficio de escritor es hermoso y duro como un parto natural. Por causas que a nadie interesan, Condesian tenía sobrados motivos para odiar el halago y el reconocimiento, pues ni la fortuna ni la fama le habían acompañado desde que garabateaba en el papel de envolver.

Escribir es algo muy parecido, además, a una enfermedad que, por otro lado, casi deseas. No deja de ser una maravilla poder escribir, expresar tus mismos sentimientos, que en ocasiones haces de otros en unas hojas en blanco que admiten sin rechistar las penas, las alegrías, los aciertos y los desaciertos que se van depositando en unas criaturas reales o de ficción. Asimismo, al colaborador desinteresado, sobre todo, no se le puede tachar de ingrato. Su voluntad creadora pertenece por entero a la masa que le entiende, le comprende y le sigue. De ese escritor que escribe sin desear nada a cambio se puede esperar, e incluso tolerar, el desaliño, la falta de adorno…; resistir al recóndito, al taimado, al arbitrario y al orgulloso; al que empacha con su machaconería. Pero al idólatra, al engreído que apesta, a ese no se le puede admitir siquiera a distancia. «Una vez comprendas el temperamento de un escritor, la comprensión de sus escritos te resultará fácil», nos dice Henry W. Longfllow. No hay para el colaborador prohibición, no existe un medio que le puede hacer desistir de su fuerza creadora propulsora. Diríase que es como un hipnótico sentido más en su instinto realizador, en su despejada y noble voluntad. Por eso, la redacción debe recibir con cariño sus producciones. Pues, aparte de poder revelar futuros escritores ilustres, el colaborador nombra, al redactor protector y defensor, el hijo predilecto de su espíritu; tanto es así, que sería una crueldad postergar indefinidamente al que así se presenta: desconocido, sin glorias, sin laureles y esperanzado sólo; como ocurriera con Condesian, ver su nombre impreso en la cabecera o al pie de sus “originalidades”. «Aquí, en mi despacho, ante mi pluma, en mi silencio y en mi soledad…, soy feliz», finalizaba uno de los más tiernos escritos del que se iniciara en el papel de estraza.

Dos años después de saludarle en Madrid, a Domingo Condesian, en los juegos florales de Betida, le es concedida la flor natural. Han pasado los tiempos de sus inicios literarios y en sus trabajos está el escritor receptivo que sabe llevar a los lectores a la exquisitez de sus textos; una exigencia, una necesidad, un deber, un “vicio” que le devora, pero que es para él placer de dioses.

(23‑07‑1990)

 

almagromanuel@gmail.com

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