“Barcos de papel” – Capítulo 11 b

Por Dionisio Rodríguez Mejías.

2. Qué fuerza tiene el sexo a ciertas edades.

Me recalcó que por los gastos no tenía que preocuparme; él me dejaría sus botas, un anorak azul y el pantalón de látex. Hablaría con el encargado de la tienda de Bavillesset, que había en el hotel, para que me eligiera unos buenos esquíes, y todo por cuenta de la federación. Tampoco había ningún problema en cuanto al viaje; él se encargaría de todo: hasta la estación de Ribas de Fresser iría en el coche de los padres de Luis Brustenga, un chico de once años, hijo de un importante industrial de Sabadell. El chófer pasaría a recogerme por la pensión. Me gustaba la idea.

Al día siguiente, en el trabajo, mientras preparábamos los paquetes para el reparto, le conté a mi compañero Jaume que, en Navidades, me habían contratado como monitor, en un cursillo que organizaba la Federación Catalana de esquí, en el valle de Nuria. Fue uno de esos arranques que me dan, de vez en cuando, y digo las cosas sin pensarlas. Lo cierto es que le pareció muy bien, aunque me advirtió que tuviera cuidado con la nieve, no fuera a ocurrirme algún percance. Me hubiera gustado contarle mis intenciones ocultas, pero no me atreví a hablarle con franqueza. De todas formas, como el asunto de las niñas no se me iba de la cabeza, le conté una historia fantástica, que inventé sobre la marcha, para conocer su opinión al respecto. Le dije que el año anterior, un compañero de Facultad había conocido esquiando a una chica de muy buena familia y pensaban casarse cuando él terminara la carrera dentro de dos años. Le contaba la historia por etapas, mientras íbamos de un sitio para otro y descargábamos la furgoneta. Pero muy pronto me di cuenta de que no prestaba la menor atención a lo que le decía. No hacía ningún comentario, y debió de pensar que yo andaba algo distraído, porque me miró y me dijo que tuviera cuidado con los albaranes, no se los fuera a llevar el aire.

Al día siguiente, Reyzábal se presentó en la Facultad con el equipo metido en una bolsa de color caqui, como esas de los militares. Noté, a simple vista, que las botas me estaban bastantes grandes; pero él me convenció de que con dos pares de calcetines me sentarían como un guante. La actuación de Reyzábal era afable y cordial: se comportaba como un amigo; o sea, como un amigo que intenta aprovecharse de otro más infeliz. No quise llevarle la contraria; ya he dicho que no me gusta discutir con nadie y, para una semana que las iba a usar, aquellas botas me podían servir. Porque yo, aunque me lo callaba, tenía muy claro lo que buscaba en Nuria. El esquí sólo era una excusa; una vez que consiguiera mi objetivo, a mí no me volvían a ver el pelo en una estación de esquí.

Algunos días más tarde, me dijo que le acompañara a la sede de la Federación, que estaba en la calle de Santa Ana, para repasar los últimos detalles del viaje: horarios, actividades, clases… Mientras la secretaria me preparaba el carné de federado, Reyzábal me presentó al presidente, el doctor Bofill ‑a quien llamaba “Quim”, familiarmente‑ y al secretario, Tony Serra, del que decía que era muy buen amigo. A mí también me ponía por las nubes ‑parecía que intentara venderme al mejor precio, como se dice ahora‑. Estaba muy optimista y se reía de cualquier comentario que hicieran los otros, por absurdo que fuera. Yo me reía también, ignorante del berenjenal en que me estaba metiendo, aunque ‑como decía la patrona de la pensión‑ la “profesión” iba por dentro. Con el carné de federado, me entregaron un sobre con mis honorarios ‑cinco mil pesetas‑ y les tuve que firmar el recibo.

Aquella misma noche, intenté devolverle a “El Colilla” el importe del mes que había pagado por mí, pero no lo aceptó.

—Guarda el dinero, “Mosquito”, que el dinero nunca sobra. Quién sabe si mañana seré yo quien te lo pida. Lo acepto como una penitencia, por haberte traído aquí.

Al día siguiente, le mandé a mi madre un giro con tres mil pesetas y, con el resto, me fui al mercadillo de Sans a comprar los últimos detalles del equipo, que Reyzábal me había anotado en un papel: un gorro de lana ‑blanco con una borla roja‑; unas gafas amarillas de plástico; unos guantes negros ‑imitación de piel‑; una barra de cacao para los labios; una caja de crema Nivea, y algún otro complemento que en este momento no recuerdo. Cuando lo tuve todo, me fui a mi cuarto, cerré la puerta, me vestí de esquiador, me puse frente al espejo del armario y empecé a dar saltos y cabriolas, como había visto hacer a Gary Grant en “Charada”. Yo no podía compararme con él, pero tampoco estaba como para que me echaran a los perros. Pensaba en el efecto que causaría entre las chicas, vestido de aquella forma, y tenía la certeza de que más de una perdería la cabeza por mí.

Había momentos en que sentía una enorme alegría y soñaba con el día en que podría disfrutar de aquellas libertinas bacanales en el hotel; y otros en que, a causa de mi habitual pesimismo, recordaba a mis compañeros del colegio, y me asaltaba una íntima y profunda melancolía. Incluso llegué a pensar en ponerle alguna excusa a Reyzábal para quedarme en Barcelona y no asistir al cursillo; pero pensaba en las cinco mil pesetas y en las chicas corriendo medio desnudas por los pasillos, y recuperaba el entusiasmo. Hay que ver qué fuerza tiene el sexo a ciertas edades.

 

roan82@gmail.com

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