Góngora

Presentado por Manuel Almagro Chinchilla.

En este artículo, Ramón Quesada nos hace un semblante bastante preciso de la vida y obra de un pintor, contemporáneo nuestro, de la Ciudad de los Cerros, recientemente fallecido. Suerte que fue publicada esta pequeña crónica en vida del artista, por lo que pudo valerle de reconocimiento público a sus aportaciones al patrimonio cultural y artístico ubetenses.

Ocurrió que, Sancho, después de la aclaración de don Quijote sobre las desdichadísimas señoras ‑Dido y Eneas‑ pintadas en unas sargas viejas, dijo: «Yo apostaré que antes de mucho tiempo no ha de haber bodegón, venta ni mesón, o tienda de barbero donde no ande pintada la historia de nuestras hazañas. Pero quería yo que las pintasen manos de otro mejor pintor que el que ha pintado estas». «Tienes razón, Sancho ‑dijo Don Quijote‑; porque este pintor es como Orbaneja; un pintor que estaba en Úbeda que, cuando le preguntaban qué pintaba, respondía: “Lo que saliere”, y si por ventura pintaba un gallo escribía debajo: “Este es gallo”, porque no pensaran que era zorra». (Don Quijote de La Mancha, parte segunda, capítulo LXXI).

Puede que sea porque me estoy haciendo viejo, o porque mi sustancia gris se empeñe en llevarme a las quijotadas del hidalgo caballero de La Mancha, cada vez que quiero decir algo de pintura o de pintores; el caso es que no puedo evitar el recuerdo del Señor de Dulcinea en este pasaje de sus andanzas. Y precisamente en este tema, que merece todo el respeto y seriedad del mundo, empeñado como estoy en escribir de un muy afamado pintor, paisano y amigo mío, es cuando de nuevo este personaje, obra maestra de Cervantes, llega al interior de mi calota craneal para “atormentarme” con su “presencia”. El pintor del que trato hoy, cuerpo y carne, espíritu y materia viva, que no desvaría de la calentura del hidalgo con lanza en astillero, no es otro que Marcelo Góngora Ramos. Un amigo del alma al que tengo “abandonado” desde no sé cuánto tiempo, pero que, eso sí, “veo” en cada momento de mi vida en este entrañable Jaén que Dios y los hombres me han dado para vivir, gozar, y, de vez en cuando, sufrir como mortal.

Escritores de los cuatro costados de nuestro suelo, periodistas de diarios que casi no conocíamos y críticos de arte que analizan a primer golpe de vista han hablado de la pintura de Góngora, observando en esta las distintas maneras del pintor con variadas manifestaciones a sus significados. El mismo Marcelo Góngora, dice de su arte: «Reflejo la tristeza, la miseria y la alegría; es más, jamás pensé que mi pintura llegara a tener el impacto que en estos momentos supone cara al público. No busco crear un estilo, sino encontrarme a mí mismo». Sin embargo, el pintor, con el paso de los años, ha superado su propia pintura y la opinión del porqué de su estilo cuando, en 1985, para la revista Ibiut, declara: «…pretendo referir mis vivencias, trato de dar amor a las cosas, no intento, ni quiero, ni busco crear tristeza en mis cuadros; pretendo dar calor, ese calor que se siente dentro y que hace ser felices». Y es que, como digo yo, ya en todo, Góngora ha madurado. La interpretación de las imágenes cuando el artista ya está curtido, y de la vida, tienen para él otros conceptos nuevos que le elevan a un naturalismo subjetivo, de silencios y de formas, donde el paisaje y el ser, a veces vencido, quieto sobre el suelo o la cama, nos subyuga por el dibujo, la composición y el color, casi siempre gris o cobrizo por las brumas de los años y la vejez de las cosas. En cuanto a los desnudos, que el artista domina hasta superar lo admirable, aparecen en sus cuadros aletargados, voluptuosos, magnéticos a la vehemencia dormida del varón que observa. En este concepto, su óleo “La Esquina”, una mujer desnuda sobre la cama, que se cubre el rostro mientras que con la mano izquierda sujeta la foto de un niño que descansa sobre el muslo, realizado en 1987, es una de sus obras más conseguidas.

Los animales parece que también le atraigan al pintor de Úbeda. Por eso, me admira ese cuadro en el que aparece una perra amamantando al cachorro sobre la hierba seca de un campo cualquiera. La escena, por su ternura, me incita a pensar en el amor de mi amigo por los animales. El paisaje, siempre de los exteriores de Úbeda, que interpreta con fidelidad que apabulla, el retrato, los hombres descamisados hartos de sudor, la madre y sus frutos, indigentes pero pulcros, amor y ternura, son motivos logrados de esas vivencias diarias de este pintor observador, escrupuloso y prolífero. Ignoro cómo titula el autor el cuadro que aparece en la portada del número cuatro de la revista Senda de los huertos. Pero la escena, en la calle de invierno por el brasero encendido, mientras la madre duerme sobre la mesa, con las faldillas subidas hasta rozar la radio y la lata de conservas, y el niño, que se adelanta a un primer plano, sentado y pensativo, evocan un mundo incoherente sin presente ni futuro, de dudosa e insegura paz, que es lo que dicen los ojos de niño que miran al frente sin ver. En la misma revista, Miguel Calvo Morillo, poeta de altos vuelos, dice de Marcelo Góngora: «Por eso, al hablar de Góngora hay que interpretar sus obras de forma emocional, de una manera íntima, como si estuviéramos ante la Esfinge, absortos, para responder a sus enigmáticas preguntas».

El maestro, al que ha consagrado la magnificencia de sus obras, se ha dejado decir, y prometo que ha dicho la verdad, que aquí ‑en Úbeda‑ no se encuentra consigo mismo; y que salir fuera de su pueblo es ir deseando el regreso instante a instante. “Imán de amor”, como siente este pintor, “que está” en Úbeda.

(30‑04‑1990)

 

almagromanuel@gmail.com

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