Por Dionisio Rodríguez Mejías.
4. Love me, please, love me.
Alargó la mano, dejó caer la aguja muy pensativa y, al instante, el aire se llenó de aquella música, tierna e intensa, como un lamento. La escuchamos embelesados unos instantes, hasta que dijo al fin.
—Cuando empecé a trabajar en la clínica, se deshacía en atenciones conmigo; no dejaba de hacerme regalos y promesas. Yo no quería enrollarme, pero una noche me invitó a cenar en el hotel Princesa Sofía. Me dijo que teníamos que hablar de mi futuro… y acepté. ¡Soy una imbécil!
Yo intentaba disimular el desprecio que me causaba aquella confesión y las vergonzosas argucias que utilizó Santamaría para engatusarla. Mientras tanto, el disco giraba repitiendo una y otra vez, como una plegaria: Love me, please, love me.
—Olga, no quiero verte triste. No digas esas cosas, por favor.
—Al principio, me negaba. Sabía que aquello no estaba bien, y no debía hacerlo, pero me juró que dejaría a su mujer y a su hijo, para irse conmigo. Fui una tonta.
Yo procuraba no mirarla a los ojos para disimular mis sentimientos. No quería que supiera con qué pasión la empezaba a querer. Olga había jugueteado conmigo, aprovechándose de mi inexperiencia, pero eso no era ningún pecado: yo era joven y sin ataduras familiares. Lo que me costaba admitir era que aquel miserable, casado y con un hijo, pudiera envenenar el corazón de una chiquilla tan deliciosamente joven y hermosa.
—Esos cabrones son todos iguales —dije sin poderme contener—. Me cago en los ricos y en su puta madre.
—Berto, no te enfades —imploró mirándome a los ojos—. Tenemos que estar juntos. No tengo a nadie más. Necesito hablar contigo. ¡Por favor, no te enfades!
Había pasado muchas horas pensando en ella y, por fin, empezaba a comprender la realidad: noté que se apagaban mis impulsos más íntimos, me vi con el ánimo perdido y sentí una angustia en los lindes de lo infinito. Al verme tan triste, empezó a suspirar.
—¡Estoy tan sola…! La soledad es como el tabaco y el alcohol: cuando los tomas durante mucho tiempo, te acostumbras a ellos y ni te das cuenta del daño que te hacen.
La idea de perderla me atormentaba. Era la fuerza que mantenía mi ilusión en el futuro y se me antojaba insoportable que se alejara de mi lado. Se recostó junto a mí, y rodeó mi cuello con sus brazos. Estuvimos un rato en silencio, sin movernos apenas. Su pelo era suave como la seda. Sentía latir su corazón acelerado y el húmedo aleteo de sus párpados junto a mi cara. Luego empezó a besarme las yemas de los dedos. Por un momento, me dejé llevar por sus caricias. Parecía feliz cuando besaba su cuello y la abrazaba. Me desabrochó los botones de la camisa y, con especial delicadeza, acarició mis hombros y mi pecho.
—¿Qué nos espera Berto? ¿Qué será de nosotros? Si no fuera por ti… No sé qué me pasa; últimamente soy incapaz de controlar mis sentimientos.
Cuando hablaba, me hacía perder el sentido con su voz, alegre y cadenciosa, como el canto de un pajarillo. Olga me atraía de una manera indescriptible: no sólo por sus labios encendidos, ni por la espléndida luz de su mirada o el azul de sus ojos, limpio y profundo como el agua de un lago. Era mucho más.