Por Mariano Valcárcel González.
Un puñetero vicio que tenemos es el de tirar la piedra y esconder la mano, especialmente cuando la mano la tenemos algo (o bastante) manchada.
Escondemos la mano no para que no se sepa quien lanzó la piedra, sino por la suciedad que hay en ella. Acusamos muy duramente a los demás de acciones u omisiones deleznables o punibles, pero nos procuramos guardar muy bien las que nosotros también tenemos a nuestras espaldas.
Actuamos, como siempre, con una tenaz hipocresía que nos lleva a considerar que lo que nos atañe… o no tiene importancia o es un pecadillo venial (eso, si se conoce); pero si eso no se conoce… mejor, que no hay necesidad de realizar actos valientes o de honradez innecesarios. Pero no sólo ocultamos o perdonamos los propios pecados, sino igualmente los cometidos por nuestros allegados, afines o correligionarios. El mismo hecho es malísimo para unos y justificable para otros.
Y esto lo practican todos (que aquí no se salva nadie).
Por eso, es todavía más execrable cuando esta costumbre la fomentan y ponen en práctica quienes se tildan de puros y limpios, de modelos de conducta y de conciencia, o regeneradores de esta sociedad emporcada.
Que la religión ha practicado mucho lo anterior es bien sabido. Pero no nos equivoquemos, no; que, como he indicado, aquí no se salva nadie (ni los que se colocaron con demasiado descaro y evidencia la medalla de la regeneración social y política). Sabido es el sistema establecido para colocar a simpatizantes o militantes, o meramente amiguetes, familiares o necesarios para los intereses personales… Cargos inventados, “singulares o de confianza”, asesores, oposiciones y concursos públicos amañados o diseñados específicamente para el aspirante, etc., etc.
Quienes así han accedido, de esta forma privilegiada y fraudulenta (por mucha legalidad que se argumente), a tales cargos y puestos, debieran ‑como mínimo‑ ser fieles al viejo dicho del «Come y calla». Pero, como hemos perdido la vergüenza, no solo comemos y nos aprovechamos, sino que encima hablamos, chillamos, sacamos pecho, ofendidos; e incluso atacamos a los otros, de forma sañuda e inclemente.
En realidad, tapamos nuestras vergüenzas con las vergüenzas de otros. O eso pretendemos.
Los profesores del cambio, ocultando sus irreprimibles filias por ciertas revoluciones interminables o por sus comandantes adorados; o detentando y cobrando colocaciones a las que no acuden, pero que sus camaradas se las guardan con inquebrantable fidelidad. Mas ellos no se han manchado ni aprovechado ‑dicen o piensan‑ de su controvertida situación.
Los profesionales del poder… ocultando sus ingresos o sus negocios incompatibles con sus cargos públicos; y sus comidas, viajes, queridas y demás asuntillos sin importancia. Mientras… predican e imponen austeridad, privación y contención a los demás.
Los pederastas eclesiásticos… tapados ‑todo cuanto se puede‑ y ellos a seguir predicando contra el vicio y el pecado.
Los directivos y miembros de consejos de administración y los empresarios, venga a asegurarse dividendos, contratos blindados, retiros fabulosos e indemnizaciones millonarias. Pero a los trabajadores les dicen que han de cobrar menos, que deben pagar los retiros, o que se aguanten con lo que les caiga.
Y así iríamos desgranando por sectores y nos encontraríamos casi siempre con el mismo panorama.
El cambio, el verdadero cambio en España, es el de una revolución silenciosa de hombres buenos y honestos, que chillen poco, prometan solo lo posible y hagan mucho. Sin contemplaciones, arrumbando leyes perjudiciales, caducas, renovando las estructuras políticas, sociales y económicas en sus cuadros dirigentes y en sus rutinas viciadas y acomodadas. Legislando con mentalidad de servicio público y amplitud de miras, con espíritu innovador y perspectiva histórica, con visión absoluta de futuro. No quedándose dentro de esos corsés intocables que en realidad son la inmovilidad y la perpetuación.
Y dejándose ya definitivamente atrás todos los modelos conocidos y las miradas hacia caudillismos, implantados sobre cimientos de fe inquebrantable… ¡Que hay que ser imaginativos, leñe!
¿Es esto posible? ¿Por qué no?