“Barcos de papel” – Capítulo 05 a

1.- Los barcos de papel.

Llevaba casi dos meses en Barcelona; el poco dinero que había traído estaba a punto de terminarse y, por si fuera poco, seguía sin trabajo. Me sentía como esos barcos de papel, con los que jugábamos de niños las tardes de tormenta. Se oscurecía el cielo, soplaba un ingrato vientecillo, las ramas de los chopos tiritaban y el cielo se rompía en relámpagos y truenos para regar las tierras resecas y sedientas. Sólo se oía el rumor del viento y el temeroso canto de los pajarillos. Echábamos los barcos a un regato y los veíamos seguir el curso de la corriente, alegres y confiados, navegando sin rumbo hacia el desastre. Alguna vez se detenían agarrotados por el miedo, como si buscaran recelosos la paz del remanso o el amparo de una junquera. Me entristecía su obediencia doliente y silenciosa al empuje del agua y del viento. No podían vencer la fuerza del riachuelo, ni volverse hacia atrás, ni atreverse a saltar hasta la orilla. Un ramalazo de viento los volcaba de forma inapelable. Rotos y abatidos, se despeñaban por el barranco y desaparecían en el fondo de una charca o un barrizal.

Pasaban los días y Emilio no decía nada. Alguna vez me atrevía a preguntarle cuándo tenía que presentarme en el laboratorio, pero me daba largas; decía que no tuviera tanta prisa por trabajar, y se echaba a reír. Lo lógico hubiera sido tener paciencia; pero como lo conocía demasiado bien, empecé a preocuparme. Estábamos a finales de agosto, había gastado más dinero del previsto, y no había avanzado ni un paso desde mi llegada. Por otra parte, no podía permitir que me invadiera el pesimismo: pronto se acabarían las vacaciones y empezaría a trabajar.

Recuerdo que era viernes y había estado toda la tarde en la habitación; intenté escribir a mi madre, pero no fui capaz de enlazar tres palabras seguidas. Por suerte, me gusta leer y la lectura calma mi ansiedad. No obstante, aquella tarde empecé a sentir una angustiosa sensación de soledad: estaba sometido a un penoso aislamiento, me preocupaba mi exagerada timidez y no tenía ganas de salir a pasear por los alrededores. Podía haber ido al cine o al bar de Saturnino, en donde había estado con “El Colilla” algunas veces; pero a los bares y al cine siempre me ha gustado ir acompañado: ver una película en solitario, o tomar una cerveza sin hablar con nadie, me sigue pareciendo deprimente. Salí en busca de un bocadillo y, al regresar, encontré a “El Colilla”, que me esperaba en la puerta de la pensión.

—Vamos al bar de Saturnino, que quiero decirte una cosa importante.

Me dio un cigarrillo, pidió dos cervezas y, en riguroso secreto, me dijo que si me animaba a ir a Perpiñán al día siguiente.

—Imagínate, “Mosquito”: “El último tango en París”.

La película estaba prohibida en España por la censura; y la medida había despertado tal expectación, que algunas escenas —como la de la mantequilla— corrían de boca en boca en todos los corrillos. Con mucho sigilo, se sacó del bolsillo un folleto publicitario de color amarillo, con letras negras.

—Mira: el viaje cuesta trescientas pesetas, sin contar gastos adicionales. Pero, si no tienes dinero, no te preocupes. Yo te lo dejo y me lo devuelves cuando puedas.

—Pero aquí dice que el viaje es a Lourdes —dije, fijándome en la octavilla—.

—Es un truco, pero no se lo digas a nadie. Si dijeran la verdad, la policía prohibiría la salida. ¿Me entiendes? Imagínate a Marlon Brando y a María Schneider de frente y en pelota. No te digo más. Va a ser inolvidable. Vienes, ¿no? Le he encargado a Catalina dos bocadillos de escabeche, porque dicen que la cocina francesa es un desastre. Figúrate: en vez de aceite, utilizan leche y mantequilla para guisar. ¿Qué te parece?

—Pues que la cocina francesa no está tan mal.

—No sé, no sé —replicó “El Colilla”, mientras encendía un cigarrillo—. No digo yo que, en cuestiones de libertad, los franceses no nos lleven algo de ventaja; pero donde se ponga la comida española… ¡Leche y mantequilla! Se me revuelve el estómago sólo de pensarlo.

El autocar salía de la plaza de Sans a las ocho y media de la mañana, del día siguiente, y la llegada estaba prevista a la una del mediodía. El precio incluía la habitación y el desayuno en La Poste, un hotel situado en el centro de la ciudad, para que los viajeros accedieran a las salas de cine con la mayor comodidad. Por más que insistió, no me ablandé. De buena gana le hubiera acompañado, pero mi situación económica no me lo permitía.

—Como tú quieras; pero no digas que no me porto contigo como un hermano.

 

roan82@gmail.com

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