José Elbo. Un pintor de Úbeda, heredero de Goya

Presentado por Manuel Almagro Chinchilla.

En esta ocasión, Ramón Quesada nos expone los principales rasgos biográficos de José Elbo Peñuela, un gran pintor y un gran desconocido, que tuvo la fatalidad de llegar a este mundo en una época bastante atormentada por causa de la invasión napoleónica.

Nuestro articulista desgrana las vivencias que protagonizó desde su infancia, sumido en la más completa orfandad, que influyeron en la configuración de su personalidad, humana y artística, que hubiera podido enriquecer con una madurez que las vicisitudes de la vida le impidieron con una muerte prematura.

Corría el día 15 de mayo de 1811. Los franceses, que entrarían en Úbeda por el sitio denominado “Ejido de San Marcos”, formalizaron un ataque contra la ciudad, guarnecida con tropas del Batallón de Voluntarios de Burgos, al mando del teniente coronel don Francisco Gómez de Barreda y Aguayo.

La derrota de los franceses en los campos y en las calles de Úbeda fue memorable. Organizó el contraataque y defensa, el general Cuadra y, tras duros forcejeos de los furiosos soldados españoles y la ira de los humillados ubetenses, se dispersaron las tropas francesas viendo cómo, tras ellos, sus bajas eran numerosas, ascendiendo, entre muertos y heridos, a más de ochocientas, abandonando en su deshonesta huida armas y pertrechos. El ilustre militar Gómez de Barreda, nacido en Sevilla en 1797, cayó herido de muerte y entregó su alma al Todopoderoso, expirando entre más de veinte cadáveres de soldados franceses.

El horror de la lucha, la impresión de la sangre y la agonía de los moribundos habían de influir sensiblemente, para toda la vida, en un niño de siete años que, en los brazos de un hombre que le retiró de la calle, vivió tan tremenda calamidad: Pepito Elbo Peñuela.

La afición por la pintura nació en él ya en los primeros años de su vida, de un modo muy particular; si bien, al principio, nunca traspasó los límites de la copia y las fronteras del dibujo bélico y agresivo, influenciado por los insistentes recuerdos de una infancia nada deseable y aquellos sucesos de aquel 13 de mayo de 1811, que, como grabados a fuego en su alma y en su corazón, no le abandonarían en toda su fugaz vida. «Cuando de sus ojos saltaba la chispa y, de una idea pronta y rápida, se conmocionaba su alma, enfrente de su genio en ciernes había una olla de almazarrón, una brocha de palma y una puerta embadurnada con aceite de linaza», analizaría sobre su figura y vocación uno de sus más íntimos amigos y uno de los más esclarecidos valores de Úbeda: don Manuel Muñoz Garnica, canónigo, orador y polígrafo que, años después, escribiría una novela titulada Morir artísticamente, basada en la vida de José Elbo y publicada dos años más tarde de la muerte del pintor.

Muy joven, como creen algunos historiadores, Elbo salió hacia Madrid para luchar con muchas privaciones; recogido en la casa de una honrada familia y empezando a trabajar en el taller del que fuera conocedor de su mérito, José Aparicio, autor de los famosos lienzos como “El hambre de Madrid” y “La mesa bien servida”, teniendo por compañeros a Alenza, Pérez Villamil y Tejeo, que, junto con Pepe Elbo, crearían luego una escuela propia y una amistad inquebrantable.

Al pintor ubetense le atrajo desde un principio la pintura de Goya y sus deslumbrantes retratos, lo que le proporcionaría, al igual que a muchos pintores de su época, problemas económicos y sesgos sociales. Sepultado en el palacio del Retiro, trabajando mucho, ganando poco, y sirviendo de escañuelo a notabilidades que se agrandaban a su costa, con una vida bohemia que sólo le acarreó disgustos; obligándole a trabajar incansablemente sólo lo imprescindible para el sustento. Existencia esta que le llevaría hacia un carácter amargo y escéptico. Sin pensar en nada, impunemente era llevado a los salones regios; allí arrojaba con ira los pinceles y se iba a su casa, contando a la vuelta de cada esquina el dinero entregado por los nobles, a los que despreció. Cea Bermúdez le halagó viéndole pintar y él no le hizo el menor caso.

Una de las cosas que más influyeron en su juventud fue el fracaso sufrido, cuando quiso ir pensionado a Roma para ampliar sus conocimientos. Después de conseguir la anhelada pensión, fue envidiosamente denunciado por haber pertenecido a la Milicia Nacional, por lo que Fernando VII, acusado por entonces de querer destronar al rey Carlos IV y dar muerte a doña María Luisa, le negó la donación, siendo a partir de entonces protegido por el duque de Osuna, don Pedro de Alcántara Téllez‑Girón Beaufort, “padre y protector de los artistas”.

Es ahora cuando empieza a sentirse la pintura de José Elbo, admirándole unos y temiéndole otros. Comienza a tener muchos encargos de los nobles, a los que reconoce poco a poco, y la embajada inglesa adquiere bastantes obras del artista de Úbeda. La vida le sonríe y se presenta diáfana para él; por medio de su protector, presidente del Liceo Artístico y Literario de Madrid, el pintor encuentra una favorable acogida a su arte y se ven satisfechos sus desvelos y deseos. Es ahora cuando, en unión de Pérez Villamil, Rafael Tejeo, Leonardo Alenza, Eugenio Lucas y Antonio María Esquivel ‑que se unen a los tres primeros‑, Elbo crea una escuela propia y personal. El ubetense, que se extiende en el paisaje, trepa a los cerros en busca de las ganaderías, trata con los pastores y duerme en las majadas acostado sobre su cartera; generoso con sus amigos, enseña a Villamil sus bocetos y pinta un cuadro para socorrer en su miseria al ciego Esquivel, que perdería la vista cuando aún su arte era incipiente.

Aparte del Liceo, el artista asiste al “Parnasillo” del Café del Príncipe. Allí trata con buena parte de los poetas de la época, escritores y artistas que después serían glorias en España. En 1841, enfermo y decepcionado, regresa a Úbeda, deseando su paz y sosiego; aquí seguiría trabajando en la calle de las Rejas ‑hoy Muñoz Garnica‑, hasta que, a mediados de 1844, siente de nuevo la añoranza de Madrid y, en el Café del Príncipe, vuelve a sonar la palabra cáustica de Elbo, su sarcasmo punzante, irresistible: «Entró empujando con alegría las puertas de cristal, abrazó a sus amigos y ocupó su rincón de costumbre, creyéndose el más dichoso de los mortales» (Indívil de Vedette, en el diario La Provincia).

Pero enfermo y deshecho, tan olvidado y pobre como fue su existencia, José Elbo debía morir a poco tiempo. Empezaba el frío; sufría mucho y ya su vida no podía ser engañada con artificios ni ilusiones. Se agravó repentinamente y recibió los santos sacramentos. Moría el 4 de noviembre de 1844, antes de cumplir los 40 años de su vida.

Ah! Si tu peux pleurer, nature, c’est pour lui.

A la muerte de José Elbo Peñuela, el pintor de Úbeda que tanto se acercó al estilo de Goya, siguió la de Leonardo Alenza. Con este motivo, según versión de don Manuel Muñoz Garnica, publicaba el diario El Español: «Alenza ha muerto; hace poco que las artes vistieron de luto por la muerte del malogrado Elbo; puede decirse que se han hundido en el sepulcro los últimos restos de Goya».

El cuerpo de José Elbo fue enterrado en el nicho 230 del cementerio de la Puerta de Atocha, en Madrid, sin una modesta lápida que indicase al mundo que allí, lejos de su patria chica, olvidados, yacían los restos del pintor de Úbeda, que vivió constantemente amargado e influenciado por el triste recuerdo de una Guerra de Independencia, que tan de cerca pudo vivir cuando, en una calle de su ciudad, jugaba a “la rayuela”, en compañía de otros pequeños.

Su muerte fue muy sentida. Ossorio y Bernard, en su Diccionario de Artistas del siglo XIX, escribiría de él: «Hizo mucho, pero pudo hacer más». Su obra, en el Museo Romántico de Madrid y esparcida por Europa en varias colecciones particulares, ocupa el sitio que merece dentro de la pintura española de aquel siglo. Hasta ahora, su ciudad natal sólo ha rendido un gélido homenaje a este artista con el recuerdo de una calle a su nombre, en el popular barrio de San Pedro, sin que nadie se haya preocupado demasiado en dar el honor y la gloria a que José Elbo tiene derecho, como sería la adquisición de uno de esos trabajos, la erección de una estatua, un busto o una simple placa, a lo sumo, en esta ciudad, Úbeda, que nos consta que amó a su manera, a pesar de que, como muchos, no fuera profeta en su tierra y sí lejos de ella.

(04‑06‑1978).

almagromanuel@gmail.com

 

 

Deja una respuesta