El Andalucismo, un nacionalismo distinto

He leído el artículo de Mariano Valcárcel González y ello motiva este.

Comparto mucho de lo que en él se dice, sobre todo en lo referente a la incoherencia de los nacionalismos supuestamente radicales de izquierdas, soberanistas por más señas de identidad. Podemos ponerles nombres y apellidos, si queremos, aunque no es necesario. Sus siglas son bien conocidas, sobre todo donde tienen fuerte implantación, como son las, mal llamadas ‑a mi modo de ver‑, nacionalidades históricas.

Lo de histórica les viene porque sus estatutos fueron aprobado en la república antes de que estallara la guerra civil, no por su historia propiamente dicha; porque, en esto, podría destacar Andalucía posiblemente con mucho más sentido, ya que nuestra tierra es crisol de culturas (compañero Mariano, lo de crisol creo que es real) que, a través de milenios, se han ido estableciendo y fundiendo en ella.

No se comprende cómo, desde una opción de izquierda, se puede hablar de… «España nos roba» o del «Expolio», que, según mantienen (habría que analizar con rigor esa afirmación, para comprobar si su balanza fiscal, con criterios objetivos, es favorable o no a ellos; por eso, a mi modo de ver, esa afirmación es bastante gratuita), el resto de España hace con los catalanes, por seguir el hilo argumental que están utilizando estos partidos, para justificar el llamado derecho a decidir, que, traducido a praxis política, no es más que pedir un referéndum para votar su independencia de España. ¿Cómo es posible esto desde una concepción de izquierda‑progresista? Se supone que es la que busca la solidaridad e igualdad con las clases menos favorecidas, las que tienen menos recursos y, por ello, sus políticas suelen basarse en que paguen más impuestos los que más ganan, y, a ser posible, que estos sean, en mayor medida, en base a los llamados impuestos directos, es decir, los que gravan los bienes patrimoniales que el sujeto posee o los recursos que él directamente obtiene. Por tanto, pagan las personas, no los territorios y, por supuesto, deben pagar más los que más riquezas obtienen y manifiestan. Lógicamente, si en un territorio, porque su nivel de renta y riqueza generada por el conjunto de individuos que la habitan es mayor, el pago final, en base a ello o por ello, será mayor y además, desde una posición netamente de izquierda, debe aplaudirse si es así. Pues no, aquí el discurso es todo lo contrario. Difícilmente explicable y sobre todo que ello sirva de justificación para pedir la independencia del resto.

En definitiva, la lucha de clases se ha trasladado a una lucha de pueblos, pero además en sentido contrario, ya que, en lugar de luchar los pueblos menos favorecidos contra los mas opulentos, para intentar igualar sus niveles de renta, lo que ha ocurrido es en sentido opuesto: los pueblos que tienen más riquezas luchan para dejar en la cuneta a los que menos poseen; quieren salirse de la mesa común del comedor, para comer ellos aparte (claro está con la pretensión de comer más que los otros), justificando dicha posición en que son unos vagos, no trabajan, todo el día están de fiestas… Un sin sentido. Aquí es donde entiendo y comparto las coincidencias con el compañero que escribe, aunque él expone otras razones para criticar el Andalucismo («señoritismo jerezano‑sevillano» viene a decir entre otras).

Desde mi visión personal, el Andalucismo es una nacionalismo atípico, por eso quizás no sea entendido y haya sido fácilmente asumido, en cuanto a su aspecto formal y simbólicamente, por todas las opciones políticas que, poniéndose una A de Andalucía, ya han logrado enmascarar el mensaje andalucista. ¿Atípico? ¿Por qué? Porque es un nacionalismo que, a su vez, es universalista; por tanto, no peca de aldeanismo de campanario; el propio himno de Andalucía, en su letra (Blas Infante), ya nos lo indica:

«¡Andaluces, levantaos!
¡Pedid tierra y libertad!
Sea por Andalucía libre,
España y la humanidad».

Su visión es universal y solidaria, como ha sido siempre el pueblo andaluz, que ha asimilado las aportaciones de civilizaciones asentadas en su territorio y las ha hecho suyas (esto no creo que pueda negarse). Ahí puede estar entre otras cosas, en las que hay que incluir, por supuesto, los errores de sus dirigentes (de lo que me puede tocar, en el momento en que mi actividad pública se envolvió en la práctica política: lo asumo). Pero creo, sincera y honestamente, que también ha tenido que ver con ello el mensaje andalucista, que en nada se ha parecido, ni se parece, al de otros nacionalismos periféricos, pues este no es insolidario y rompedor con el resto de los pueblos de España; ni ha utilizado, como esos otros, la referencia de agravio permanente con respecto a Madrid, fuente de todos los males, que el centralismo, según ellos, ha traído a sus territorios. Este discurso ha calado y, cuando son atacados sus dirigentes por cualquier razón, corrupción por ejemplo, les basta y sobra para ‑envolviéndose en la bandera, llámese señera o ikurriña‑, taparlo todo, tratando de que parezca que a quien se persigue es al territorio agraviado (Banca Catalana…).

Pero, a pesar del poco recorrido político que el Andalucismo tiene, pienso que es necesaria su existencia; y lo digo sin afán de proselitismo o búsqueda de un supuesto rédito electoral, a esta altura de mi existencia; ya, esos temas me resbalan; mi activismo partidista prácticamente no existe, lo digo desde el convencimiento. En este asunto me viene, por cierto, a la memoria la letra del himno de la Segunda de la Safa:

«En pie, compañeros de ilusiones (bis),
en marcha, en marcha,
bajo el sol de una canción (bis).

Con el alma rebosante
de una nueva juventud,
para los ritmos del alba
tengo una estrofa de luz.

Yo voy cargado de espigas,
de olivo y viñedo en flor,
traigo para Andalucía
una nueva redención.

Segunda, siempre en camino,
siempre la misma canción,
siempre tu pecho en vanguardia.

Me lo pide España,
lo pide España y Dios
».

Y haciéndome eco de aquel mensaje, que entonábamos en nuestros años en Úbeda, pienso que es necesario un instrumento, una herramienta (los partidos políticos deben ser eso, herramientas que sirvan para modificar los aspectos sociales, para mejorarlos, cambiarlos o adaptarlos a la mayoría a la que se deben) de exclusiva obediencia andaluza, que defienda sus intereses. Ya lo fue cuando la Constitución del 78, hoy en vigor, en su título VIII consagraba y consagra un tratamiento discriminatorio, hablando de nacionalidades y regiones (como si dijéramos unos de primera y otros de segunda) y esto lo rompió Andalucía un 28 F, venciendo una serie de obstáculos (que no voy a relatar, porque sería más largo de lo deseado este artículo), permitiendo con ello homologar políticamente a Andalucía con las mal llamadas, como he dicho con anterioridad, Nacionalidades Históricas (por el art. 151 C.E.), algo tuvo que ver en ello el Andalucismo. A partir de este vuelco, se generalizó el llamado movimiento autonomista, llamado ahora un poco despectivamente «El café para todos». De nuevo estamos, se tarde más o menos, en una nueva etapa constituyente (por la reforma del texto del 78), donde parece que una de las razones que se esgrimen para ello va a ser la llamada «Búsqueda del encaje de esos territorios», que coaccionan y presionan con la amenaza de escisión, veladamente o a cara descubierta. Su pretensión pretende un tratamiento privilegiado respecto a los demás (cupo catalán similar al vasco, reconocimiento especial singular en razones de lengua o cuales otras que se quiera indicar) y como consecuencia, de nuevo intentar establecer un tratamiento desigual, respecto a los demás territorios o pueblos de España, como se prefiera decir. Cuando esto suceda ‑que sucederá, no me cabe la menor duda‑, de nuevo ahí debe existir una herramienta propia que sirva para evitarlo, y otra vez el Andalucismo debe cubrir ese papel, al menos yo lo pienso así, aunque obviamente admito que otros no vean «Esa común necesidad que nos debe unir para defendernos de situaciones de dependencias económicas de siglos» y que, después de 30 años del nuevo régimen, seguimos siendo en muchos aspectos lamentablemente como farolillo rojo. Es mi opinión y, al leer la del compañero, he querido dar la mía a conocer a los que la quieran saber. Atentamente.

bellajarifa@hotmail.com

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