Nota informativa:
El pregón se ha leído en la iglesia parroquial de Quesada, el día 8 de marzo de 2014, dentro de un programa de actos que incluye: a las 19:30, Eucaristía; a las 20:30, Pregón; a las 21:30, presentación del Cartel oficial de “Semana Santa, Quesada 2014”. Finalmente, se ofreció un refrigerio a los asistentes.
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Reverendo padre don Bartolomé Pérez Araque, cura párroco de iglesia de San Pedro y San Pablo de Quesada. Excelentísimo Señor Alcalde de Quesada, don Manuel Vallejo Laso. Ilustrísimos señores presidentes de las cofradías y hermanos cofrades de la ciudad de Quesada. Un saludo muy especial a la cofradía del Santo Cristo de la Vera Cruz y Nuestra Señora del Mayor Dolor, que este año cumple el cuatrocientos sesenta aniversario de su fundación.
Vamos a vivir dentro de unos días la Semana Santa. Conmemoramos de este modo la Resurrección de Jesucristo, tras el desenlace final que tuvo en la Cruz como el último acto de su vida pública.
Cuando éramos pequeños, y nos llevaban de la mano a la escuela y estudiábamos el catecismo, nos encontrábamos con una gran pregunta: «¿Cuál es la insignia y señal del cristiano?». «La insignia y señal del cristiano es la Santa Cruz». La Cruz donde murió nuestro Señor Jesucristo, Dios reencarnado hombre. E, inmediatamente, nos hacíamos la siguiente reflexión: «¿Cómo puede ser que el Creador, el Todopoderoso, el que no tiene principio ni fin, aquel que es Espíritu Puro y que sólo es apreciable a través de la magnitud de sus obras, pueda morir en una cruz?». Sí, fue posible; fue posible y necesario ante la ceguera por parte del hombre de ver la existencia viva de Dios en su alma. Para mostrarnos que estamos hechos a su imagen y semejanza y que habita en nuestro corazón. Fue posible para decirnos que el pecado tiene perdón, que no podemos seguir viviendo con esos sentimientos de culpa que coartan nuestra forma de actuar. Que ante un quebrantamiento de ley o las normas, de la índole que fuera, que absolutamente todo ser humano comete, es posible un arrepentimiento profundo y sincero, cuya recompensa es el perdón y la paz. He ahí el motivo de la reencarnación de Dios como hombre en la persona de Jesucristo, hombre y hermano nuestro. Fue posible y necesario para darnos un lenguaje nuevo de la ley. Para cambiar el «Ojo por ojo y diente por diente» por el «Ama al prójimo como a ti mismo». Fue posible y necesario para cambiar el «Ama a Dios y odia a tu enemigo» por el «Ama a tu enemigo, bendice al que te maldice y ora por el que te persigue». Vino a nosotros para despertarnos a la realidad de que Él vive en el corazón de las personas que lo buscan.
Y ahí tenemos a la figura de Cristo, el ungido, que viene a explicar el Reino, a implantar el Reino de Dios y se presta a iniciar su vida pública en aquella conocida escena del bautismo que cuentan los evangelios, en el Jordán, de manos del Bautista. Narran los cuatro evangelistas que descendió una paloma sobre Él, se abrieron los cielos y una voz dijo: «Tú eres mi hijo amado; en ti tengo puestas todas mis complacencias». La escena nos revela a Dios como Padre. Por tanto, la revelación de la paternidad de Dios, desde el mismo comienzo de la vida pública de Jesús, está indisolublemente unida a Él.
Mientras que los libros del Antiguo Testamento, rara vez y con mucha cautela, se refieren a Dios con la palabra Padre, Jesús hizo de ella su designación favorita. Más aún, lo invocó como Abba, voz aramea que denota confiada proximidad a Dios, un tratamiento demasiado atrevido y familiar para el judaísmo de aquella época. Jesús anuncia al Dios de las Escrituras, pero también a un Dios diferente. No el Dios de justicia que bendice a los santos y maldice a los impíos, sino un Padre que se compadece de sus hijos, justos o injustos, y siente una inmensa preferencia por los pobres y pecadores.
«Dios rico en misericordia» es el que Jesucristo nos ha revelado como Padre y nos lo ha hecho saber. Conocido es el pasaje evangélico en el que Felipe, uno de los doce, dirigiéndose a Cristo, le dijo: «Señor, muéstranos al Padre y nos basta». Jesús le respondió: «¿Tanto tiempo ha que estoy con vosotros y no me habéis conocido?». El que me ha visto a mí ha visto al Padre Jesús, desde que inicia su contacto con el pueblo, percibe el doloroso contraste existente entre la paternidad del Abba benevolente y la cruel injusticia del mundo con sus hijos, que sufren y mueren sin esperanza. Predica la llegada del reino de Dios; las parábolas hablan de la proximidad de un nuevo cielo y una nueva tierra para los cansados y agobiados de este mundo. Un acontecimiento que se anticipa mediante los actos de Jesús con enfermos y pecadores: a unos, los cura aliviándoles el dolor; a otros, los recibe en su mesa.
Jesús predica el nuevo reino, el renacer a una nueva vida, la reconversión de los hombres a la fe de Dios. Su reino no es de este mundo (Juan, 18, 36-37), pero vino a este mundo a instalarse en el corazón de los hombres.
El mundo es el mundo y Dios no interviene en las obras de los hombres, porque los ha hecho libres para hacer el bien o para hacer el mal. Dios está en el corazón y en la voluntad de los hombres que lo buscan. El hombre hace el bien o hace el mal, según los dictados de su corazón, donde se aloja su fe. Vemos cómo Jesús perdona los pecados, pero mediante la fe que muestra el arrepentido. Jesús cura a los enfermos, pero a todos los despacha de la misma manera: «Tu fe te ha curado». A la hermanas de Lázaro les dice lo mismo: «Si verdaderamente creéis, si tenéis fe, resucitará». Vivimos en Dios por medio de la fe.
El reino de Dios se implanta en el mundo, pero va al corazón de los hombres, que les induce al amor, al perdón y a las buenas obras; a la solidaridad, a la justicia, a la caridad y al compromiso con los más necesitados. Dios no interviene en las guerras, ni en la violencia, ni en las obras de los hombres, porque Dios no tiene manos. Dios tiene todas las manos de los hombres que viven el reino de Dios en su corazón.
Dios no intervino en el Huerto de los Olivos, ni en los últimos momentos amargos de la Cruz, porque Cristo vino a resucitar. Era necesaria la Resurrección para imbuirnos el Espíritu de Dios que debe reinar en el corazón de los hombres.
Esta es, queridos hermanos cofrades, la Semana Santa que vamos a conmemorar dentro de unos días.
Por tanto, he aquí la Pasión y la Cruz de Jesucristo. La Cruz que es la insignia y señal del cristiano, que nos enseñaron en el catecismo.