¡Te quiero, mamá!

No sé por dónde empezar a hablaros de mi madre, que se nos ha ido hace muy pocos días. La pena que siento es tan grande que no sé si podré terminar este escrito. «Sólo sé mamá, que te quiero, que siempre te quise y que siempre te querré…».

Recuerdo cuando me contabas cosas de tu niñez; pues naciste en pleno carnaval de 1917, en Málaga, casi por casualidad. Por eso creo que eras tan vitalista y alegre, aunque además tenías un fuerte carácter. Si algo no te parecía bien, lo decías a las bravas o buscabas una solución, como aquella vez, siendo muy pequeña, que escribiste tu nombre y en vez de poner Tejada pusiste Tegada, y como tu abuelo dijo que no era así, tú le respondiste: «Pues así lo ponemos en mi colegio». Como éstas, hay un montón de anécdotas que algún día iré escribiendo, cuando tenga más fuerzas.

¡Qué valiente has sido siempre! ¿Recuerdas lo de la guerra, cuando limpiaste el escalón de sangre y le echaste el agua sucia a los que “miraban”?, y ¿cómo, entre todos, sacasteis la casa adelante, cuando faltó tu padre?

Después vino tu noviazgo, de esos de reja, y tu boda con papá, también de carácter fuerte, aunque nunca os vi chocar. No lo desdecías ninguna vez, al menos delante de nosotros, tus hijos. Cuando fui mayor, y estuve casada, me confesaste que, luego, en la intimidad se lo decías, si lo que había pasado o hecho no te parecía bien.

Cuando yo era pequeña (cuatro o cinco años) me decías muchas veces: «¡Ay, mi capullillo!». Con el tiempo, cuando crecí, como es natural, eso se acabó. Siempre he sabido que desde que nací tenía un especial apego hacia ti; por eso, cuando una vez estabas agachada, limpiando zapatos, y me acerqué, te descubrí unos pocas canas. ¡Qué mal rato pasé! Yo sabía que las personas con canas eran viejas y por lo general se morían. Me puse a llorar desconsoladamente, porque no quería que te fueras. Tú te peinaste y me dijiste: «¿Ves?, ya no están», pero yo seguía viéndolas y agarrándome a ti seguí llorando y diciéndote que te las quitaras.

También me viene a la memoria cuando me rompí la pierna y me dio hepatitis. Tanto papá como tú debisteis pasarlo fatal. El médico vino a casa; en esos años no se llamaba a los médicos por cualquier cosa. Sí que me veríais bastante pachucha. Recuerdo tus luchas para que me tomara las pastillas; te veo entrar en mi cuarto con una cuchara, donde estaba la pastilla machacada y echada en agua, los malos ratos que pasábamos, hasta que por fin aprendí a tragármelas enteras. La pescada en blanco que me preparabas y las latas de melocotón en almíbar, un lujo de aquella época, que sólo eran para mí y que me duraban dos días. Cómo me guardaste aquel año mi rollo de chocolatinas Nestlé que (entre otras cosas) me habían echado los Reyes, hasta que estuve buena. A veces, os descubría cambiando preocupadas miradas que luego convergían en mí, e incluso descubrí en la parte central de vuestro armario un bote nuevo de las “horribles” pastillas que había estado tomando durante mi enfermedad. Estas pastillas estuvieron allí bastante tiempo ‑paréceme verlas‑, ya algo descascarilladas en un frasco sin abrir, de color caramelo oscuro, hasta que un día no las vi más.

Yo nunca te he visto en cama por enfermedad, aunque había veces que lo habrías necesitado.

Quiero agradecerte tu gran espíritu de sacrificio y tu visión de futuro: si no hubiera sido por ti, tanto Juani como yo no habríamos estudiado y nuestras vidas serían bien distintas. Tú, en cambio, tuviste menos ayuda y nosotras, al estudiar, una independencia, que de otra manera habría sido más difícil.

Te he visto trabajar y trabajar: con las gallinas que teníamos para el consumo familiar; limpiando y fregando de rodillas, con las manos ensangrentadas en la cochera, donde papá daba clase una vez que se blanqueó, y había que limpiarla antes de que la cal se incrustara; lavando a mano, hasta que hubo lavadoras: primero una de turbina, que algo quitaba, y luego la automática, etc.

Me ayudaste mucho con mis hijas y me consta (y creo que a ti también) que te han querido y quieren muchísimo.

Te he visto pocas veces llorar. Ya he dicho que eras fuerte y animosa. Que yo recuerde: cuando se perdió Yudi, a la muerte de la abuela; y, sobre todo, cuando murió papá, pues te pilló sola y tuvo que ser desesperante que se te quedara sin vida en tus brazos.

Después de la muerte de papá (al menos yo), noté un cambio: te volviste como más rígida, como con una coraza; el carácter se te marcó más seco; aunque tu lucidez e inteligencia práctica las seguiste teniendo hasta el final.

En la residencia, adonde te marchaste a raíz de tu primer internamiento en el hospital, hiciste amigos que te apreciaban: nos lo demostraron cuando fuimos a coger tus pertenencias; y también sé que diste muestras de tu fuerte carácter activo, laborioso, alegre y combativo; y constancia de tu prodigiosa memoria…

Mamá, me apenan sobremanera esos 22 o 23 días que has pasado tan malos, casi sin comer; y, últimamente, sin poder darte agua. Lo hacíamos así porque la doctora nos daba esperanzas de tu recuperación y pensábamos que te curarías. Si hubiera sabido que no iba a ser así, te habría dado todo lo que hubieses querido y, además, te hubiera dicho muchas veces: «Te quiero». Por eso, tu hija, la chica, la que hace tanto tiempo fue uno de “tus capullillos”, te dice ahora: «Te quiero, mamá; siempre te quise y siempre te querré».

Úbeda, 30 de enero de 2014.

 

Primera comunión de Paquita.

 

Paquita de joven.

 

Paquita con su hija Margarita y su marido Pepe, en el jardín del coto de la Safa de Úbeda.

 

Paquita haciendo sus pinitos en el piano de su hija Juani.

***

Deja una respuesta