Y llegamos, casi sin darnos cuenta, al último día del mes de octubre en el que se celebra una festividad anglosajona importada (La noche de Halloween), cual si fuese una nueva carnavalada, pero en otoño, casi dejando a un lado las antiguas tradiciones autóctonas de Todos los Santos que se conmemoran en nuestra tierra. Alguna vez, en un tiempo no muy lejano, se preguntarán las nuevas generaciones españolas qué es eso de la Fiesta de Todos los Santos, pues seguramente andará ya olvidada…
La tarde ‑noche ya por el cambio de hora de la semana pasada‑ es fresca a pesar de que el día soleado ha traído ilusión y optimismo por el espléndido puente que vamos a disfrutar. Y, para celebrarlo, los cinéfilos ubetenses nos congregamos, en mayor número que en fechas anteriores, para divertirnos con el visionado de la película Mesas separadas (Separate Tables, 1958) de Delbert Mann. Tanto es así que, cuando acabó la función, el cerrado aplauso final no se hizo esperar, especialmente el de un espectador que lo alargó hasta su salida de la sala: ¡tanto le había encantado el filme…!
Juan nos advierte que es una gran obra cinematográfica, que él no ha visto, como casi ninguno de los presentes. Desde el inicio, se nota su origen: proviene de una obra de teatro que trata de las desavenencias de una serie de personajes que residen en el hotel Beauregard, de Bournemouth (Dorset, Inglaterra). Y que se rodó en el Hotel Miramar. Allí viven, desde hace tiempo, un coronel británico retirado, el “Mayor” Pollock (David Niven), que siempre relata sus aventuras y vivencias durante la guerra atrayendo la atención y simpatía de una remilgada y tímida joven Sybil (Deborah Kerr), que vive bajo la férula de su despótica madre, la señora Railton‑Bell (Gladys Cooper). El establecimiento hotelero está dirigido por la amable señorita Cooper (Wendy Hiller), donde conviven: John Malcolm (Burt Lancaster), uno de los residentes más antiguos, que recibe la inesperada visita de su ex‑mujer Ann (Rita Hayworth); una anciana amiga de la señora Railton‑Bell; un respetable caballero; una señora empecinada en sus apuestas; y una peculiar pareja de enamorados.
Allí se entremezclan sus pequeñas e intensas historias ‑alterando la tranquilidad de este hotel‑, que despiertan el interés del espectador. Es una de esas películas donde el reparto se impone al argumento, siendo las interpretaciones un dechado de sencillez y naturalidad. Todos están magistrales: Deborah Kerr, con esa versatilidad que le caracteriza, haciendo de disciplinada hija de una madre mandona y cruel; el empaque de David Niven, ejerciendo de “Mayor”, siendo impostor de su propia vida y personalidad; la fogosidad de Burt Lancaster como hombre enamorado, que sólo sabe hacer daño a todo ser femenino que tiene a su alrededor, e incluso a sí mismo; Rita Hayworth encarnando el doble temor (a la vejez y a la soledad), dentro de su físico de revista y con sus ricos y numerosos amigos; la jugadora de apuestas de las carreras de caballos, a la que le es más fácil (y más grata) esa actividad que el trato humano; Gladys Cooper, la madre cruel y despótica de Debora Kerr, que tiene en un puño a su hija (cual si fuese una niña) y que nunca va a dejarla crecer; Wendy Hiller, gran perdedora de su particular batalla amorosa, mostrando una personalidad y dadivosidad extraordinarias…
Es el cuarto filme del realizador norteamericano Delbert Mann, con guión de John Gay y Terence Rattigan, que adapta dos obras de teatro de un solo acto cada una (“Mesa en la ventana” y “Mesa número 7”), del dramaturgo Terence Rattigan. Fue nominado a siete Oscar, aunque solamente ganó dos: actor principal (David Niven) y actriz de reparto (Wendy Hiller).
En fin, parecía que estuviésemos presenciando una obra teatral (un “Estudio 1” de los de mi juventud), donde el diálogo y la natural interpretación fuese lo más importante para enterarnos de todos los temas y traumas que cada uno de ellos arrastran; pero que (finalmente) contrastados, saben reaccionar (casi todos), cuando deciden no dejarse influir por el qué dirán de los demás… Destacar la valentía de Salcy y los demás en no darle la espalda al “Mayor”… Todo ello, mediante planos cortos y estudiados, con un diálogo vivaz y dramático, con unas soberbias actuaciones de todos esos huéspedes que comen en “mesas separadas”, pero que (entre ellos) se van generando unos invisibles hilos de confraternidad, que conforman una gran familia en la que se ayudan mutuamente, pues son soledades que necesitan del otro para dejar de serlo…
El filme enlaza drama y romance, explorando cuatro historias de amor diferentes: una, basada en afinidades derivadas de represiones similares; otra, tratando de dar una segunda oportunidad a un amor del pasado; la tercera, buscando consuelo que alivie profundas frustraciones personales; y la última, un amor joven, de pareja de hecho, con connotaciones obsesivas. Los personajes son seres solitarios, desilusionados y marginados, que ocultan fracasos, frustraciones y desesperación. Necesitan afecto, comprensión, apoyo y amor. La comunicación entre los huéspedes resulta difícil, porque se topa con prejuicios, conveniencias sociales, inseguridades e incertidumbres. Actitudes intolerantes, intransigentes, inflexibles y autoritarias entran en colisión con propuestas que preconizan comprensión, confianza y afecto. Algunos personajes han de aprender no sólo a aceptar a los demás, sino también a aceptarse a ellos mismos.
La fotografía de Charles Lang y la música de David Raksin están bien adaptadas a la ambientación. Destacan, la temática existencialista y la lucha interior de David Niven y Deborah Kerr para alcanzar “la aceptación de su personalidad” y entender su lugar en el mundo, enmarcada en la rígida, moralista y decadente sociedad «victoriana» de la Gran Bretaña posbélica. Es una película al estilo de la serie Hotel, donde se cruzan historias de amores, deseos y frustraciones; claro está, para sufrir un poco. Recomiendo visionar nuevamente la antítesis de esta película, que ya vimos en nuestro cineclub: Las vacaciones del señor Hulot, que va de lo mismo, pero justamente al revés.
Delbert Mann nos regala bonitos planos llenos de significado, que nos dejan ver lo reprimidos que viven los personajes en una sociedad que parece apartarles de las emociones de la vida (la pareja Kerr‑Niven); y de una sociedad que está cambiando, que se está abriendo cada vez más, pero de la que alguna persona no quiere ser partícipe (la madre de Deborah Kerr). Es una película que tiene todos los requisitos para triunfar. Tiene buenos momentos y un final bonito y entrañable que conmueve, tratando el tema de la represión sexual de la época. Atención al travelín inicial y final del filme: es prácticamente el mismo; pero, muy distinta, es la sensación en cada uno.
Es el micromundo de las relaciones humanas y de pareja que son pasto de las pasiones, de la desidia, del paso del tiempo… que van marcando sus rutas, muchas veces retorcidas y recónditas, como el personal discurrir vital que cada uno de nosotros llevamos… Quizá por ello guste tanto: ver reflejados en pantalla sentimientos, emociones, pasiones, historias personales o de pareja que trazan fielmente el peregrinar humano… Es de esas historias bonitas en que en una sola noche conoces a varios personajes y, con poco que pase, ya sabes lo que quieres para ellos, porque tú lo querrías para ti, pues podría estar sucediéndote ahora mismo…
Con esa cinta, ascendemos un nuevo peldaño en el aprendizaje del bagaje de la vida, para ir cogiendo más altura (experiencial y cinéfila) conforme pasa cada semana; y más, con esta serie de “parejas de cine” que nos hace soñar y vivir vidas ajenas ‑como ocurre también en la literatura‑, entretejiendo una poblada tela de araña, en donde todos los asistentes quedamos atrapados, una y otra vez. Es la magia del cine que fabrica ese linimento agridulce, corrosivo y adherente que nos atrae en el anochecer, todos los jueves, cual si fuésemos mariposas que quisiésemos emprender el vuelo de la ilusión, por encontrar amores y enamoramientos, siendo nosotros sus principales protagonistas…
Y, al salir del Hospital de Santiago, volvemos a la cruda realidad de La noche de Halloween, donde la mesnada de jóvenes e infantes (con su “truco o trato”) va vestida de carnaval diabólico, tétrico o macabro, muy anglosajón y americanizado; pues, aunque con frío, ellos quieren disfrutar de esos pocos años que tienen, porque vislumbran que, cuando sean mayores, no podrán aprovechar el momento que esta sociedad les está brindando para que se sientan protagonistas de su propio vivir o hacer, sin saber que todo está comandado por la propaganda del dios consumo…
La noche se nos muestra fría en el ambiente, pero cálidamente arropada en las mentes y en los corazones de esta tribu cinéfila, que tiene la edad suficiente para saber valorar lo que el Séptimo Arte les brinda cada semana, cual regalo desinteresado, personal e inmaculado…
Úbeda, 31 de octubre de 2013.