Era una noche de viernes, una de esas noches estivales en las que el aire te enciende por dentro. Yo no había cumplido aún los treinta años, y empezaba a salir con mi mujer. Eran tiempos difíciles, ardientes y apasionados; pero sin drogas, sin sida, y con todo el trabajo que fueras capaz de sacar adelante. Yo tenía una clase particular muy bien pagada, y a la salida de la clase había quedado con ella en una cafetería de la plaza de Calvo Sotelo ‑hoy de Francesc Masià‑. El plan era ir a cenar, a beber, a bailar… Salgo de la clase, entro en la cafetería y me la encuentro en la barra hablando con un señor poco mayor que yo, alto, guapo, moreno, bien plantado, con un traje azul marino, corbata oscura y zapatos impecables, como de charol. Algo mosqueado, me lo quedo mirando, me fijo bien, me acerco y le digo: «Tú te llamas Lucas». Y él me contesta: «Y tú eres de la Safa». Y yo le digo: «Tú cantabas en la cuerda de los bajos». Y él me responde: «Y tú también estabas en el coro».
¡Bueno, bueno, bueno…! No quiero deciros los abrazos, las cervezas y las anécdotas que nos contamos, sin prestarle atención a mi mujer que, la pobre, no podía entender lo que pasaba. Y es que los vínculos de aquella Safa estaban por encima de cualquier atadura. Eran mucho más fuertes que los lazos familiares.
Alguien, con tiempo y con conocimientos, debería dedicarse a espigar uno a uno a los alumnos de aquellos cursos. En los años que van desde 1956 hasta 1968 ‑acepto dos o tres más, por arriba o por abajo‑, no hay curso del que no haya salido algún alumno que haya hecho un doctorado, una ingeniería, que haya escrito un par de libros, que haya ganado una cátedra de Instituto, de Universidad, de Hacienda, de Inspección, hasta hay notarios, antiguos alumnos, de las Escuelas. Y, cuando hablo de oposiciones, me refiero a las oposiciones de antes; o sea, a las de verdad (no a los actuales concursos de méritos, que todos sabemos en qué consisten: sin carné no hay mérito).
Viene esto a cuento, porque Lucas (espero que algún ubetense nos diga su nombre de verdad ‑Lucas era una “alias”‑) acababa de ganar una oposición a Inspector de EGB con el número dos, y lo mandaron a Barcelona. Pero él quería Madrid y, al año siguiente, se volvió a presentar. ¡Sacó el número uno! ¡Con un par! ¡Qué Safa y qué safistas! Se me ponen los “pelos de gallina” sólo de pensarlo.
Y, en Formación Profesional, era lo mismo: Segundo Rodríguez, nacido en un cortijillo de la Sierra de Segura, fue campeón de Europa de torno… ¡Dos años seguidos! Y Marcos Pinel, hijo de una empleada de las Escuelas ‑Herminia‑, le vendió a los suecos una patente ‑no me preguntéis de qué‑. Uno, en su sencillez, se siente orgulloso de formar parte de aquel patrimonio, pero me gustaría poder citar uno a uno ‑con sus nombres y apellidos y su fotografía‑, a aquellos pobres muchachos que sobrevivieron a la dura prehistoria de las Escuelas, y que luego triunfaron en el mundo de la cultura, y en la vida. Personas como el amigo Blas Lara ‑con el que “Deo volente” espero verme el próximo martes, aquí en Barcelona‑, y todos aquellos genios que son como una familia a la que nunca conoceremos, porque nadie se ha preocupado de hablarnos de ella.
Y ahora voy a decir una cosa, de esas que a muchos no les gusta que diga, pero que a mí me encanta decir; y que como yo no le digo a nadie de lo que tiene que hablar, pues me importa muy poco que me lo digan a mí. Se entiende, ¿verdad?
En las Escuelas de entonces los profesores eran profesores: con su libro, su tiza, su bloc y sus exámenes. Había separación (quizás debería decir divorcio, o excomunión) de sexos. No existían las ASPA, ni las AMPA ‑mucho más avanzadas estas segundas‑, ni autonomías, ni nacionalidades, ni lenguas vernáculas, ni consejeros, ni asesores, ni enchufados del partido, ni inspectores por concurso de méritos ‑que ya hemos dicho en qué consisten‑ ni técnicos asimilados, ni delegados, ni burócratas, ni cabecillas sindicales, ni mandamases, ni directores de área, ni claustros, ni juntas de evaluación, ni barandas en general o en el patio de butaca. ¿Cómo es posible que pudiéramos estudiar en aquellas condiciones tan precarias? ¿Cómo es posible que pudiéramos rendir sin estos instrumentos tan modernos y progresistas? Pues ahí están los resultados: los de antes y los de ahora. Que lee uno el informe ese, de Pisa, y se le abren las carnes…
Me contaba hace unos días, una profesora, que en el colegio nacional ‑hoy “Escola pública”‑ que hay al lado de mi casa, la actividad de “plástica” para los niños de tres años es pintar la “estelada”. O sea, la bandera independentista. Pero lo bueno viene ahora: de una clase de veinte alumnos ¿sabéis cuántos son hijos de padre o madre nacida en Cataluña? ¡Dos! O sea, adoctrinamiento… con un par. ¡Cómo no queréis que me meta con el sistema! Pero se acabó. Ya está bien de ponerlo a dar a luz.
La próxima semana os hablaré de un libro de toros sobre Ignacio Sánchez Mejías, el amigo de García Lorca. ¿Sabéis que además de torero fue actor de cine, piloto de aviones, conferenciante, dramaturgo y presidente del Betis? Bueno, pues lo que quizás no sabéis es que invitó a Rafael Alberti a hacer el paseíllo, vestido de banderillero, en la plaza de toros de Badajoz y lo consiguió.
¡Cómo eran aquellos andaluces!
Barcelona, 7 de noviembre de 2013.