Venus de Urbino

(Tiziano)

Cuando contemplé el cuadro en la Galería de los Uffizi, anoté varias palabras y expresiones en mi pequeño cuaderno: soberbia, sensual y luminosa, abandono erótico… Añadía otros comentarios que completaban una primera impresión del cuadro que, casi siempre, es la que permanece en el recuerdo y en la memoria.

En la ficha técnica, podríamos reseñar que se trata de un óleo sobre tela, con unas dimensiones de 119 x 165 cm, realizado hacia 1538, justo en las fechas en que Miguel Ángel estaba absorbido por una de sus obras más señeras: el Juicio Final. Había sido encargado a Tiziano por Guidobaldo Della Rovere, hijo del duque de Urbino (de ahí el nombre del cuadro), con el propósito de regalárselo a su joven esposa, Guilia Varano, quizás para que le sirviese de modelo de amor sensual.

 

El motivo central del cuadro es una mujer hermosa y real (más que una Venus al viejo estilo [Botticelli, por ejemplo]), completamente desnuda, que añade al idealismo propio de la escultura griega el erotismo del Renacimiento ‑más lleno de vida y realidad‑, mediante detalles simbólicos que representan el amor carnal. El manojo de flores en la mano derecha, la mano izquierda sobre el pubis, en una actitud de abandono y de cierta incitación sexual, las excitantes sábanas arrugadas, los rojos almohadones sobre los que se extienden las sábanas, y la propia cabellera rubia y rizada completan un cuadro de una alta sensualidad y erotismo. La presencia de un perrito a los pies de la cama, como escoltando el radiante cuerpo de la diosa‑mujer, incorpora la fidelidad como elemento fundamental en el simbolismo general de la escena. Fidelidad que se ofrece y se exige en el amor. Aunque haya dudas sobre la identidad de la modelo, ésta no parece una prostituta, sino una mujer que se prepara para ofrecerse a su amado, en un contexto renacentista mucho más libre y sensual que el que veremos más tarde en el puritanismo de la época victoriana o, sin ir más lejos, en el franquismo más retrógrado y represor que hemos sufrido en nuestras propias experiencias.

El cuadro se abre hacia una ventana desde la que se percibe un paisaje con los tonos dorados de un atardecer cálido, que se adivina tras la columna, la maceta y las débiles ramas de un arbolito, que dan una profundidad al lienzo de la que carecería en un marco cerrado [recordemos, en esta misma serie de Mis pinturas favoritas, la solución técnica de Ghirlandaio en “El abuelo y su nieto”]. Se trata, pues, de una estructura compositiva que se repite continuamente en el Renacimiento italiano e, incluso, en el barroco, como podemos apreciar con frecuencia en Velázquez (cuadros en los que aparece al fondo la sierra de Guadarrama).

Toda la escena se desarrolla en una habitación de lujo, propia de una nobleza rica y fastuosa, que se muestra en la solería, en los tapices de las paredes, en las ropas de las sirvientas y en los arcones decorados con guirnaldas de plata. Todos esos detalles de riqueza y buen gusto, de luces y sombras, completan una ambientación proclive a la sensualidad, propia de un encuentro amoroso. ¿No podría ser ésta una concepción distinta a la del matrimonio Arnolfini en la celebración de los esponsales? Desde luego, es mucho más excitante.

En cuanto al color, Tiziano recorre en su Venus un amplio espectro cromático en el que resaltan los tonos cálidos, aunque también haya fríos. La variedad es enorme: rojos, marrones, verdes, dorados y azules sirven para acentuar o suavizar las zonas de luces y sombras, en un claroscuro que preside la escena con mayor o menor intensidad. Pero, sobre todo, destaca el color de la carne de la mujer, cuya luminosidad y veracidad no ha habido, quizás, ningún otro pintor que la haya superado. Tiziano es el gran dominador del color, sobre todo de la armonía de los colores y, por supuesto, del claroscuro.

La pincelada es larga, distante de la minuciosidad de los flamencos, más apropiada para los grandes espacios que más tarde utilizarán los manieristas Tintoretto y El Veronés. Tiziano es el que marca el camino de la luz, del color y de la atmósfera vitalista. Tiziano es la vida y la razón[según Delacroix, en Tiziano hay «sencillez y falta de afectación. Vida y razón están presentes en cualquier parte»]. Como apunta Dell´Aqua, Tiziano intenta sintetizar las dos máximas tradiciones de la pintura italiana: la veneciana, siguiendo a Giorgione, en donde se imponen la luz y el color; y la florentino‑romana, en donde destacan el dibujo, el academicismo y la elegancia de las formas; es decir, un equilibrio entre la expresión de los sentidos y el intelectualismo humanista. Y este amor a la vida, al color y a la luz es un salto a la modernidad, tan grande y trascendente como el que tres siglos más tarde darían los impresionistas, especialmente Monet, Renoir y Degas [se ha destacado la influencia de esta Venus con la Olimpia de Manet, aunque personalmente encuentro la de Tiziano más auténtica, más vital y menos sofisticada que la del padre del impresionismo. Cuestión de opiniones, sin duda].

Como síntesis del comentario sobre Tiziano y su “Venus de Urbino”, quiero tomar las palabras que escribió T. Gautier en su “Viaje a Italia”: «En nuestra opinión, Tiziano es el único artista completamente “sano” que haya existido desde la antigüedad. Posee la poderosa y fuerte serenidad de Fidias; nada de morboso, de atormentado o de inquieto se advierte en él… Es hermoso, robusto y tranquilo como un artista pagano de los mejores tiempos».

Torre de la Horadada, agosto de 2013.

jafarevalo@gmail.com

Autor: Juan Antonio Fernández Arévalo

Juan Antonio Fernández Arévalo: Catedrático jubilado de Historia

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