En el blog último, postulamos la soledad radical como estatuto ontológico de las personas. La muerte, que es quien tiene la última y definitiva palabra sobre nuestra existencia, sitúa al individuo en la posición auténtica de una angustiosa soledad metafísica de «un ser lanzado al mundo» (Heidegger). Dijimos, allí mismo, que las personas son últimamente como islotes en el océano o como colinas en la vasta llanura del mundo. Pero necesitados por ineludibles exigencias psicológicas y hasta biológicas de entrar en comunicación con otros.
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