Contemplativo

Me encanta mirar al mar.

Cuando puedo. Cuando, por diversas circunstancias, tengo que ir a la costa. No, no tengo apartamento o chalé (o adosado) en estas zonas; no, no me encuentro entre los que pudieron adquirirlos, bajo diversas y favorables condiciones. Pero el hecho es que, de unos años acá, debo ir a la costa.

Y me encanta mirar el mar. Pasear lento a su vera, mientras medito. Pasear oliendo, aspirando, respirando la humedad del viento marino. Mirando a lo lejos, para ver aquel barquito que se divisa allá al frente, o a este grande, de carga, que fondea en la bahía sin entrar al puerto, y allá se encalla días y días como sombra móvil y a la vez quieta, inquietante, oscura, silente, sin signos de humana vida.

Me gusta tanto en días de calma como en los que las olas, con no ser del porte de las del norte, se rizan en espumas sonoras, marcando fractales recurrentes.

¿Me habla el mar? No sé. Tal vez el mar nos habla, pero no sabemos interpretarlo, como no sabemos o no queremos interpretar tantos avisos de la naturaleza, de lo que nos rodea cotidianamente. Vamos por ahí como sordos y ciegos, y no sabemos contactar, dialogarnos y dialogarlos. Así que, si el mar me habla, no lo entiendo. Pero me gusta, como aquellos cuadros que no hace falta entenderlos para que a uno le gusten (o su contrario, claro).

Dicen que los que viven a la vera del mar tienen los ojos claros, mímesis del color marino. Tal vez, por ser del interior, nuestros ojos son pardos u oscuros. No estamos acostumbrados a tanta grandeza, a alzar la vista tan lejos, a querer alcanzar los límites del horizonte. Puede que eso suceda con nuestros pensamientos, cercados en el reducto interior. Tal vez por eso me guste el mar.

Por la sensación de libertad que emana. Y, sin embargo, también de peligro.

Al mar, los primeros que le temen ‑y lo reverencian‑ son sus propios profesionales: los marinos, los pescadores. Es curioso: muchos pescadores no saben nadar; tal le temen.

Una de esas tardes de salida al mar me paré en un mirador, bajo el acantilado costero. El sol se escapaba a poniente, dejando restos en la superficie del agua, como si quisiera apagarse con antelación. Los colores cambiaban perceptiblemente y yo me encontraba absorto, cuando un ruido extraño me sacó de mi embeleso.

Salían de una pequeña furgoneta de trabajo, aparcada al lado, y semejaban fuertes inspiraciones. Sí, es que eran aspiraciones con cierta cadencia, pero no las que provoca el ejercicio físico. Un sujeto de mediana edad, ajeno a la belleza que enfrente se desarrollaba, se esforzaba en aspirar el “polvillo” que en el cuenco de la mano contenía. Se me cayó el poema. Se hundieron el mar, el sol, las olas, los colores, la calma… Me dio pena.

¿Es necesario eso? ¿No podemos, no sabemos encontrar entre lo sencillo el remedio o la inspiración a nuestros problemas? ¿No sabemos más que ser cobardes? ¿Alrededor no encontramos nada que nos calme, que nos ayude…? Buscamos lo que nunca nos dará la salida y, acaso, es que ni buscamos la salida.

Enfrente el mar y en la mano su fondo. Y nos vamos conscientemente al fondo. Tremendo.

Pensé en ese hombre, en ese trabajo que no estaba haciendo, en la época que nos da en vivir y sus contradicciones. Pensé en lo que no quería pensar. Se me rompió la historia.

Me volví del mar. Me alejé con pesadumbre. Bueno, para pasar mejor el amargo trago, en el primer garito me “largué” un gin‑tonic. Así de machote soy yo.


marianovalcarcel51@gmail.com

Autor: Mariano Valcárcel González

Decir que entré en SAFA Úbeda a los 4 años y salí a los 19 ya es bastante. Que terminé Magisterio en el 70 me identifica con una promoción concreta, así como que pasé también por FP - delineación. Y luego de cabeza al trabajo del que me jubilé en el 2011. Maestro de escuela, sí.

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